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Así muere un castillo en España

Un estudio de la Universidad de Córdoba describe la vida y el final de una gran fortaleza medieval en el municipio de Montemayor

Ruinas del castillo de Dos Hermanas, en Montemayor (Córdoba)
Ruinas del castillo de Dos Hermanas, en Montemayor (Córdoba)Universidad de Córdoba
Vicente G. Olaya

Montemayor es un municipio de la campiña cordobesa de unos 4.000 habitantes. A diferencia de otros semejantes, no tiene un castillo, sino dos: uno perfectamente conservado (castillo de Montemayor o Ducal de Frías) en el centro del casco urbano y otro en ruinas a las afueras (fortaleza de Dos Hermanas). Siempre se ha pensado que el segundo –de tiempos de los árabes- fue desmontado para levantar el primero y señorial, erigido en 1340. Ahora, el reciente estudio Primeros resultados de la excavación del castillo medieval de Dos Hermanas, redactado por el profesor de Historia Medieval de la Universidad de Córdoba, Javier López Rider, el arqueólogo Santiago Rodero Pérez y el arquitecto José Manuel Reyes Alcalá, ha conseguido desmontar y aclarar esta errónea creencia, además de explicar cómo muere un castillo en España.

Cuando un castillo de esta naturaleza deja de tener su función militar, su destino es el absoluto abandono ante la falta de una población que lo mantenga. Esto causó la muerte de muchos de estos gigantes de la arquitectura defensiva medieval. De este modo, “igual que los asentamientos actuales se despueblan y mueren por falta de gente, a los castillos y su poblamiento circundante les ocurría lo mismo en la Edad Media. Perdían su función y con el paso de los siglos desaparecían”, explica el profesor López Rider.

Unos 2.500 años antes de nuestra era, diversos grupos humanos eligieron un altozano próximo al arroyo de la Carchena para asentarse. La feracidad de las tierras permitió que entre el Neolítico y la Edad del Bronce la población creciese, hasta que las tribus íberas tomaron su relevo. Con la conquista romana de la Península, el asentamiento terminó convirtiéndose en un punto de control del territorio, que dominaba la vía que unía Montilla y Ategua.

Por eso, los arqueólogos han hallado muros, calles pavimentadas de gravas y guijarros, un pozo y diversa cerámica de la época. “Las huellas romanas localizadas nos hablan de la presencia de una ocupación de carácter agropecuario. Probablemente se trate de un asentamiento rural, cuyas estructuras estarían en relación con la parte frumentaria de una villa, cuya pars rústica [zona destinada a los trabajadores] se encontraría en este punto del otero. Esto nos permite verificar la existencia en las cercanías de una posible villa romana”, indica el mencionado estudio.

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Los árabes fueron los primeros en levantar una construcción fortificada en la zona. El ḥīṣn islámico (castillo que dominaba una amplia zona territorial) fue construido por los almorávides, aunque alargó su existencia durante el periodo almohade, entre los siglos XII y XIII. De hecho, se han hallado durante las excavaciones decoraciones almorávides de trazos digitales de azul manganeso y un lienzo de muralla de casi 15 metros de longitud. Delante de esta, y a unos dos metros, un antemuro defensivo de tapia y mampostería. Los almorávides, cuyo máximo dominio se extendió desde el sur de la Península hasta Zaragoza en el siglo XII, fueron levantando fortines en sus tierras para controlar vías, arroyos y pasos principales, como es el caso de Dos Hermanas. Esta zona fue una de las más conflictivas con los cristianos, que formaban ya una pinza desde Calatrava la Vieja (Ciudad Real), el valle del Guadalquivir y hasta Badajoz.

En el siglo XIV, las huestes de Fernán Núñez de Témez tomaron el castillo, lo reforzaron y lo ampliaron. Según recoge la publicación, “se produce en esta etapa una gran actividad constructiva engrandeciendo y reforzando las torres”. “En época bajomedieval, la fortaleza alcanzó unas dimensiones considerables, integrando en sus muros y en su interior las estructuras de épocas preexistentes. Se superó la cerca original y se conformó un recinto fortificado con tres líneas defensivas por su vertiente sur y oeste y una torre albarrana que flanqueaba un posible acceso en recodo”.

Se construyó también un patio de armas central, rodeado de altas murallas, y se levantó “una albacara o espacio de acogida para los aldeanos en caso de peligros exógenos”. La puerta de acceso a la fortificación alcanzó los tres metros de altura. La primera línea defensiva, de gran porte, tenía 0,60 metros de anchura. La interior era más alta incluso y el grosor de sus muros alcanzó los 1,05 metros. Cada 15 metros, habría una torre defensiva. Y en la parte sureste del castillo, se erigió la del Homenaje, con una planta de más de seis metros por cada lado, unida, a su vez, por un muro a otra torre. En el interior de la fortificación, y adosadas a sus potentes murallas, se construyeron habitaciones, talleres para diversos oficios, almacenes, un aljibe o cuadras.

No solamente se está descubriendo lo que significó este castillo en la historia medieval, sino que se puede reinterpretar lo que se pensaba que era una realidad incuestionable. En teoría, con la construcción de Montemayor, en el siglo XIV, se desmonta la gran fortaleza de Dos Hermanas para aprovechar sus piedras. Pero las excavaciones han demostrado que ese hecho no es cierto, ya que se ha hallado cerámica de Manises (cuencos, escudillas de loza y vidrios verdes con asas decoradas) que demuestran la ocupación de la fortificación de Dos Hermanas hasta el siglo XVI, momento en que se convierte en un cortijo, con “predio agrario de éxito".

Los muros comienzan a utilizarse en el XVII como cantera para cercar las zonas de pasto de la ganadería caprina. “Se confirma así el abandono, saqueo y desmonte de parte de las estructuras y la progresiva colmatación por tierras posteriormente cubiertas por manto boscoso”.

Lo que está claro es que llegado el siglo XVI, Dos Hermanas llegó a su fin, murió. Ahora el Grupo de Investigación Meridies y el Ayuntamiento de Montemayor intentan resucitar esta espléndida fortaleza para que la sociedad pueda conocerla, “porque los castillos como los pueblos también se mueren y hay que evitar que queden en el olvido porque formaron parte de la vida de nuestros antepasados y fueron protagonistas de aquellos siglos”, concluye López Rider.


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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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