Christo: “Las retrospectivas, cuando esté muerto. No quiero malgastar tiempo pensando en el pasado”
El artista, fallecido este domingo a los 84 años, concedió una de sus últimas entrevistas a EL PAÍS en su estudio de Nueva York pocas semanas antes de su muerte
Toda entrevista con Christo, fallecido este domingo a los 84 años por causas naturales en su piso de Nueva York, solía empezar con una discusión breve pero intensa, centrada en decidir en qué lugar iba a tener lugar la conversación. Pese a su edad avanzada, el artista búlgaro insistía en hacerlo siempre de pie, incluso cuando el diálogo iba a superar la hora y media. “No quiero sentarme, estoy muy bien así. Trabajo 15 horas al día sin necesidad de sentarme”, aseguraba a mediados de febrero en su estudio neoyorquino, donde concedió a EL PAÍS una de sus últimas entrevistas, ya algo debilitado y con una máscara de oxígeno para ayudarle a respirar.
Su hogar y espacio de trabajo se encontraba en un viejo y estrecho edificio de cinco plantas sin ascensor situado en el límite entre el Soho y Chinatown, donde en otro tiempo residieron las mejores mentes de su generación artística, aunque hoy no haya más que tiendas de lujo en varias leguas a la redonda. “Ha cambiado mucho, pero no pasa nada. El mundo cambia y hay que aceptarlo”, opinaba Christo. La conversación tuvo lugar en motivo de su próxima exposición en el Centro Pompidou de París, que reabrirá sus puertas el 1 de julio con una muestra dedicada a la obra francesa del artista y de su inseparable compañera, Jeanne-Claude, fallecida en 2009, coautora de una producción más extensa y compleja que esos edificios y monumentos disfrazados de tela con los que se hicieron famosos en todo el mundo.
Pregunta. ¿Cómo se encuentra?
Respuesta. Muy bien. Me han puesto esto [señala su máscara de oxígeno], pero es solo temporal. Antes de empezar, déjame advertirle que no voy a hablar de nada que no sea mi obra y, como mucho, mi vida. No voy a hablar de política, ni de religión, ni de la crisis ecológica, ni de otros artistas…
P. ¿No le interesan esos temas?
R. Solo me interesa hablar de mi arte. Tengo 84 años, así que ya solo hablo de lo que quiero. No creo en la religión ni en la política. No creo en nada, salvo en mi arte.
P. De entrada, me gustaría saber por qué nunca ha aceptado que le dediquen una retrospectiva. Es un caso poco habitual.
R. Nunca las he aceptado y nunca las aceptaré. Las retrospectivas son para cuando esté muerto. No quiero malgastar un minuto de mi tiempo pensando en el pasado. Si acepté la muestra en el Pompidou fue, precisamente, porque no será una retrospectiva. Estará centrada en los años que viví en París, de 1958 a 1964.
P. ¿Por qué se marchó a París?
R. Llegué allí como refugiado, sin dinero, sin conocer a nadie ni hablar una palabra de francés. Había nacido en Bulgaria en 1935 y tuve una infancia complicada. Crecí viendo a generales nazis matando a partisanos. Al terminar la guerra, mi padre, que era industrial, fue perseguido por los comunistas, porque era capitalista. Mi madre nació en Macedonia, pero también huyó, después de que su padre fuera ejecutado en la guerra de los Balcanes de 1912. Fue un combatiente por la libertad. Nunca llegué a conocerlo, pero me pusieron su nombre.
P. Suele decir que entendió que será artista a los siete años. ¿Cómo descubrió tan pronto su vocación?
R. Mi madre trabajaba como administradora en la Academia de Bellas Artes de Sofía y estaba todo el día rodeada de artistas. Desde una edad muy temprana entendí que iba a dedicarme a eso. Mientras los demás niños jugaban a fútbol, yo iba a talleres de artistas para oler los tubos de pintura. El problema es que en Bulgaria no podía ser artista. En pleno comunismo no tenía ninguna posibilidad, todavía menos siendo hijo de un capitalista…
P. Así que huyó a París…
R. Es que no había otro lugar. Tenía 21 años y solo podía ser París, imagínese lo que fue en aquella época… Escapé a Viena, luego a Ginebra y, desde allí, a París. Para ganarme la vida, trabajé reparando coches, lavando platos en restaurantes y cargando cajas de tomates. También hice algunos retratos de tipo realista, que se convirtieron en mi manera de sobrevivir. Así conocí a Jeanne-Claude: haciendo un retrato de su madre.
P. Solo pasó seis años en París, pero fue donde encontró su estilo, peculiar hasta para los más vanguardistas de su tiempo.
R. Me había formado como pintor, escultor y arquitecto y mis obras eran una mezcla de esas tres cosas. De hecho, nunca he decidido qué soy de esas tres opciones, si tuviera que escoger solo una. A los artistas de mi generación nos educaron en el realismo socialista, pero hicimos cosas muy raras. Fue en París donde empecé a experimentar, a empaquetar los primeros objetos y latas de conservas…
P. ¿Cómo encontró la idea del empaquetado? ¿Qué intentaba decir?
R. Empaquetar era fácil y barato. Eran obras que podían ser transportadas de un sitio a otro. Empecé usando papel para envolverlas, después plástico transparente para ver el interior. Y luego surgió el textil, que ha sido un material muy importante en la historia del arte, tanto como el mármol o el bronce. Mis obras eran como las tiendas de los beduinos. Tal vez reflejaban el nomadismo de mi vida, y también su fragilidad. Un freudiano diría que hay cierta relación…
P. En 1985, su proyecto en el Pont-Neuf de París marcó un antes y un después en su carrera. Ya había expuesto con Leo Castelli en Nueva York y había sido invitado a la Documenta de Kassel en 1968. Pero, de repente, se convirtió en un artista extremadamente conocido…
R. Sí, fue un cambio de escala. Fue un proyecto que materializó todo lo que Jeanne-Claude y yo llevábamos décadas pensando. En 1961 ya preparé un collage titulado Project for a Wrapped Public Building [Proyecto para un edificio público empaquetado], donde proponía envolver “un estadio olímpico, una sala de conciertos, un museo, un parlamento o una prisión”. Como ve, era muy importante que fuera un edificio público, que no estuviera en manos privadas. Más de veinte años antes del Pont-Neuf, ya lo tenía todo muy claro…
P. Desde entonces, todos sus proyectos han sido efímeros y también gratuitos. ¿Se trataba de democratizar el arte?
R. El poder de mis proyectos es que son libres. No puedes comprarlos ni venderlos. No puedes vender billetes en la entrada. Son únicos, en el sentido que duran solo un par de semanas y luego nunca vuelven a reproducirse. Solo suceden una vez en la vida. Nos pidieron miles de veces que hiciéramos otras puertas como las de Central Park, pero siempre dijimos que no. Además, son obras vivas, que respiran. En el Arco de Triunfo de París, el próximo monumento que envolveré, suele soplar un viento muy violento. Otros saldrían corriendo, pero a mí me gusta…
P. ¿Por qué el Arco de Triunfo?
R. En los sesenta viví en un minúsculo apartamento de la esquina y siempre lo tuve en mente. En 1962 ya ideé un proyecto para empaquetarlo. A diferencia de todos mis demás proyectos, obtener el permiso fue fácil. En un año estaba todo resuelto. Fue Emmanuel Macron quien lo autorizó, aunque nunca lo he conocido. Solo me reuní dos veces con su equipo y ya estuvo hecho…
P. ¿Qué pasó con sus proyectos en España? Presentó uno para la Puerta de Alcalá, en Madrid, y otro para la estatua de Colón, en las Ramblas de Barcelona…
R. Lo de Barcelona casi sucedió. Negociamos con dos alcaldes, en 1975 y 1982. Los dos dijeron que no. Meses después de la última negociación, Pasqual Maragall ganó las elecciones municipales. Nos mandó un telegrama diciendo: “Me comprometo a que se pueda hacer”. Pero para nosotros ya era demasiado tarde, ya no nos apetecía…
P. Le costó 26 años que le dejaran empaquetar el Reichstag de Berlín. Ahora obtiene sus permisos en cuestión de meses. ¿Su arte ha dejado de dar miedo?
R. Mis obras siguen teniendo la misma libertad, una libertad enorme. Hay una gratuidad radical en mis proyectos, en todos los sentidos de esa palabra. No tienen ni un ápice de política, solo son obras de arte. Están hechos para ser vistos, nada más. Y están abiertos a todas las interpretaciones, porque todas me parecen legítimas.
P. ¿Son lo contrario a lo que es el arte en la actualidad?
R. Exacto. A mí me aburre soberanamente. Yo creo que la gente prefiere tener una experiencia más directa. Sí, eso es, la gente quiere ser libre también en el arte…
Babelia
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