El regreso por todo lo alto que frustró la pandemia
Hernán Migoya, polémico autor de ‘Todas putas’ (2003), vuelve a la escena con un libro publicado en el peor momento
Hernán Migoya (Ponferrada, 49 años) estaba listo para volver al panorama literario español, aunque fuese para ser despedazado, como ocurrió con Todas putas en 2003. Estaba listo para que le recordasen que su primer libro, una colección de relatos que se tildó, de forma un tanto oportunista, a tenor de lo que ocurrió después, cuando la obra fue reivindicada (con una versión gráfica hecha por mujeres en 2014), de “misógina” estuvo a punto de ser prohibido, y que su editora, Miriam Tey, fue obligada a dimitir como directora del Instituto de la Mujer y a renunciar a su carrera pública. Estaba listo para volver a oír que sus historias habían hecho “apología de la violación”, y tal vez para poder compartir con alguien que su caso había sido el primero de muchos en los que la cada vez más afilada correción política hincaba el diente. Para lo que no estaba listo era para que llegase a una pandemia y colocase ese momento en un limbo sin lectores ni reacciones.
Baricentro (Reservoir Books), su primer memoir, el libro que iba a relanzarle, debía llegar a librerías hace dos semanas, pero hace dos semanas el estado de alarma ya estaba en marcha, así que no hubo desembarco. ¿No es mala suerte que lo más íntimo que se ha escrito, aquello en lo que más te la juegas, llegue en un momento en el que nadie está mirando? “Eso no me preocupa. El libro está escrito y existe. Lo demás escapa a mi control y no me preocupa en absoluto”, responde Migoya. Respecto a aquel pasado que ya pasó, dice: “Para mí lo difícil entonces fue la recepción de indignación y asco que noté en el ambiente literario. Mi literatura les pareció de mal gusto, porque se ha impuesto, desde las clases acomodadas, ‘una literatura de calidad’ que es así muy formalita, acorde siempre con la moral coyuntural, una literatura ministerial, de no salirse de lo establecido. Mis libros son como un escupitajo a la cara en ese panorama de señores serios”.
El Baricentro del que habla en el título del libro es hoy en día poco más que una pequeña mole rodeada de otras flamantes nuevas moles. Puede atisbarse desde la autopista, la nada glamurosa C-58, abarrotada de vehículos de trabajadores, que en otra época iban y venían de sus fábricas, y que hoy tal vez lo hagan de sus oficinas. Un modesto centro comercial – y nada menos que el primero de España – que intenta sobrevivir a los sofisticados y absurdos embates del tiempo. En el memoir del autoexiliado autor barbaerense – de Barberà del Vallés, ciudad dormitorio del cinturón rojo barcelonés – recupera su condición de piedra angular de los sueños de una clase, la que formaban los hijos de los inmigrantes del resto de España, “niños de Stephen King embarcados en el arca de Noé de la inmigración”, en palabras de Migoya, para la que todavía no existían las diferencias, porque todo lo que les rodeaba estaba por construir.
“Fue ver el cubo de su construcción en medio de la nada y sentirme el protagonista de El gran héroe americano cuando le baja el ovni y le dan el traje de superhéroe. Pero en realidad los centros comerciales son lo que son, representantes del capitalismo colectivo: tienen el punto bueno de que contribuyeron a hacernos clase media a las familias obreras y que a los niños nos abrió los ojos a universos maravillosos, a todo tipo de ocio y cultura. No es poco”, dice el escritor, que añade que “los niños de entonces teníamos mucho menos estímulos de consumo que los de ahora, y peor los de extrarradio, que éramos hijos de emigrantes rurales habitualmente”. Migoya está estos días, “como todos ahora”, encerrado en su piso de Lima, “aterrado con lo que se avecina” y pensando que “a quién demonios le puede interesar una novela sobre la disolución de una familia charnega y proletaria cuando lo que se está disolviendo ahí fuera es nuestro mundo entero”.
La novela es, podría decirse, un Ordesa pulp, una desacomplejada novela familiar, en la que la familia se diluye a la vez que se construye, porque el recorrido es cronológico y los apuntes a cada época parecen sacados de un bolsilibro en el que lo evasivo se ha sustituido por lo real. “Cuando me planteé que en la historia de mi familia había una novela tuve que lidiar con ese aspecto colateral, porque odio a muerte el subgénero del escritor plasta que habla de su familia o de su vida. En todo caso, como mi enfoque narrativo nunca es ‘quiéranme porque soy muy intelectual y muy sensible’, traté de apegarme a tres líneas fundamentales para plasmar esta historia: una, reflejar la brutalidad del pasado con la misma intensidad que lo emotivo; dos, alejarme del tópico del escritor feo y aburrido dándote la brasa con su patética vida y otorgarle al contenido una pátina pop desenfadada, como mi propia actitud vital y creadora, fijándome en obras autobiográficas que me gustan, como el If Only de la ex Spice Girl Geri Halliwell”, dice.
Los referentes pop de época – desde las casettes hasta los Conans – están por todas partes, y no pueden no hacerlo porque el Migoya niño, como decían los amigos de su hermano Juan – también llamado Jean, pronunciado a la española –, no hacía más que leer. “Pero tu hermano, ¿por qué lee tanto? Siempre está leyendo el cabrón”, le decían a Jean. “Fui un niño viejo, que siempre consumió cultura procedente de 20, 30 o más años atrás: a los 10 años oía tangos y leía a Dashiell Hammett y las aventuras de Arsenio Lupin”, confiesa, y añade algo bastante ilustrativo: “Con 15 años compraba discos de Dolly Parton en plenos 80, cuando los esnobs urbanitas que ahora la adoran te insultaban por ello. ¡Pero yo no los compraba por cool, sino porque era el tipo de música que había aprendido a escuchar con mi madre! La Parton es una Rocío Dúrcal de la América profunda”. Es decir, la cultura, sin pátina de ningún tipo. La cultura, simplemente, como bote salvavidas. “La realidad siempre me ha parecido una ficción mala. Y me distrae de las cosas importantes o que me importan. Todo lo que sale cada día en los medios es un ruido de fondo”, dice.
“Mi literatura les pareció de mal gusto, porque se ha impuesto, desde las clases acomodadas, una literatura ministerial”, dice el escritor
Ni su padre ni su madre saben que ha escrito Baricentro. Había pensado viajar a entregarles el ejemplar en persona. Esperaba que lo pudieran leer a gusto, y transmitirles con él “lo que les debo”. Su padre ya no lo podrá leer, porque padece Alzheimer. Su madre, sí, pero, puesto que está enferma de cáncer, todo es incierto estos días. “Mantengo la esperanza de darle el libro en mano. Ojalá”, dice Migoya, que insiste en defender la ficción por encima de todo. “La ficción abre puertas a mundos que no conocemos. De niños sabemos de algún modo que podemos habitar esos mundos fantásticos y ser alguien en ellos. Son mundos donde el tiempo no importa. Cuando la mortalidad aprieta, no hay nada que nos confiera mayor paz que leer un libro del siglo pasado o ver una película de hace 100 años, una película de fantasmas, las llamo yo, porque ya todos sus actores y actrices están muertos. Y, paradójicamente, eso me transmite calma. Todos los autores sabemos que algún día acabaremos ahí, con alguien tomando un libro nuestro dentro de 100 años y visitando nuestro mundo de apariencia inmortal. Ese destino nuestro es un privilegio”, concluye el escritor.
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