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Tribuna
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En la muerte de José Jiménez Lozano

El Premio Cervantes, fallecido este lunes, sabía que la literatura era un camino que hay que recorrer solo

Andrés Trapiello
José Jiménez Lozano, escritor y periodista, en su despacho en 2010.
José Jiménez Lozano, escritor y periodista, en su despacho en 2010.EUROPA PRESS

Era un ángel. No lo digo solo porque fuera un hombre religioso y creyera en el misterio, sino porque procuraba fijarse en las cosas sin mancilla, y se ponía detrás, como los ángeles de la guarda, para que el mundo (ese “ruido de moscas” como él lo llamaba tomándoselo prestado a una de las señoras de la abadía de Port-Royal), para que el mundo, digo, no las corrompiera. Como uno también cree algo en el misterio, parece que lo estuviera oyendo en esta hora tristísima: «Por favor, Andrés, quita lo de ángel, no me hagas eso». Lo era. Como el que acompañó a Tobías, como los de Flannery O’Connor, como los que saca él en sus libros, que cuesta al principio distinguirlos de los mortales.

Más información
Muere el escritor José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002

Al no tener una gran estatura estaba acostumbrado a mirar de abajo arriba. Lo hacía con tanta humildad como nobleza, con tanta malicia e inteligencia como compasión, a través de unos ojos azules maravillosos, perpetuamente asombrados y risueños, que nunca dejaban de hablar sin preguntarte. Quiero decir que como persona y escritor nunca te orillaba. Sabía que la literatura era un camino que hay que recorrer solo, y que viviera desde hace un siglo en Alcazarén, una aldea, da idea de ello. Los desaires que trae emparejados nuestro querido oxímoron («la vida literaria») le divertían por exóticos. “En Alcazarén, decía, no gastamos de eso”.

Cuando la mayor parte de los poetas de su tiempo habían dejado de escribir, empezó él a publicar sus poemas, breves y sencillos, intensos como los de Emily Dickinson. Habla en ellos de tú a tú al espliego y al cuco, al amigo muerto y al joven que lo reclama para dar un paseo entre las mieses verdes aún. Un universo grande y pequeño al mismo tiempo, como esa mirada suya, única, insólita en un mundo hecho de lugares comunes. Quienes van de lamento en lamento, olvidan los milagros diarios, su negociado: la vida de san Juan de la Cruz (El mudejarillo es uno de los libros más emocionantes y luminosos que se hayan escrito en España en el último medio siglo) y los procesos inquisitoriales, los cementerios civiles y la persecución religiosa durante la guerra civil, las damas de Port-Royal y aquellos seres humildes que él noveló con sobriedad chejoviana, o’connoriana… Se dirá que tales asuntos son propios de un escritor que va por libre. Es verdad, iba por libre, pero solo porque era libre, o sea, sin darse la menor importancia, habiéndola tenido toda.

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