Muere el escritor José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002
El autor de ‘La salamandra’, que ha fallecido a los 89 años, fue galardonado también con el Nacional y el de la Crítica
José Jiménez Lozano, fallecido ayer en Valladolid a los 89 años a causa de un infarto, se adelantó tanto al siglo XXI que se le tenía por más conservador de lo que era. Demasiado tradicional para la observancia vanguardista y demasiado librepensador para la ortodoxia católica, vivía en una aldea —Alcazarén (a 30 kilómetros de la ciudad en la que murió)— desde mucho antes de que se inventara el sintagma España vacía. Además, empezó a publicar sus diarios cuando la moda del género parecía una quimera. Para colmo, se estrenó como ensayista con menos de 30 años y como poeta con más de 60. El mundo al revés. Por si era poco, le dieron el Premio Cervantes en 2002, en medio de las protestas contra la guerra de Irak y después de que José María Aznar dijera que lo tenía entre sus escritores favoritos. De hecho, fue uno de los autores convocados por el entonces presidente del Gobierno para poner letra al himno nacional.
“Para ser escritor hay que guardar mucho silencio”, dice uno de los personajes de su novela La boda de Ángela. Y lo cierto es que Jiménez Lozano lo guardó para escribir más de 70 títulos y para ejercer de periodista en El Norte de Castilla, después de estudiar Derecho, Filosofía y Letras y Periodismo. Nacido en Langa (Ávila), el 13 de mayo de 1930, entró siendo un veinteañero en el diario vallisoletano de la mano de Miguel Delibes y —tras compartir redacción con Manuel Leguineche, César Alonso de los Ríos o José Luis Martín Descalzo— terminó dirigiéndolo hasta su jubilación en 1995. Se ocupó tanto de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, que más de una vez le endosaron la etiqueta de místico. Él se la quitaba de encima identificándose con el ascetismo de Fray Luis —a cuyo juicio ante el Santo Oficio dedicó un libro— y definiéndose como “cartesiano y jansenista”. Su amigo Delibes, diez años mayor que él, lo calificó sencillamente de “escueto y austero”.
Jiménez Lozano empezó volcando su humanismo cristiano en crónicas y ensayos —fue corresponsal en el Concilio Vaticano II y biógrafo de Juan XXIII— para llevarlo con naturalidad a la narrativa. Si en novelas como Historia de un otoño, El sambenito o Sara de Ur demostró que la espiritualidad, la Inquisición o la Biblia siguen siendo una mina para cualquier narrador, en ensayos como Meditación sobre la libertad religiosa, Los cementerios civiles y la heterodoxia española o Sobre judíos, moriscos y conversos demostró que lo eran para cualquier estudioso. Todos esos mundos confluyen en El grano de maíz rojo, el libro de cuentos con el que ganó el Premio de la Crítica de 1988. Cuatro años más tarde recibió el Nacional de las Letras por toda una carrera que estaba lejos de dar por cerrada. Ese mismo 1992 empezó a dirigir El Norte, publicó su primer libro de poemas —Tantas devastaciones—, la segunda de las siete entregas de sus diarios y su novela más celebrada, El mudejarillo, biografía novelada del autor del Cántico espiritual. Cuando hace dos años fue condecorado con la cruz Pro Ecclesia et Pontifice, la máxima distinción que el Papa concede a un seglar, el escritor, que fue uno de los impulsores de la serie de exposiciones Las edades del hombre, recogió la medalla citando a François Mauriac: “No hay novelistas católicos, si lo sabré yo que soy uno de ellos”.
Escribir como se habla
Defensor de escribir como se habla, su obra es una mezcla de, en sus propias palabras, “memoria y escucha”. “Escribir no es más que hablar ponderadamente, pensando”, dice en una nota de sus cuadernos. “Narrar es no decir más que lo que se sabe, sin adornarlo ni inventar”, dice en otra evocando a Robert Musil. Y añade: “Estoy contento de la esencialidad que creo que hay en mis cuentos: la fidelidad absoluta a lo que sabía, la desnudez de toda literatura y barroquismo. La pura verdad”.
Su tono está más cerca del ritmo de la naturaleza cuando oscurece pronto que del vértigo de la vida actual. Devoto de solitarios como Pascal, Flannery O’Connor, Julien Green y Simone Weil, su visión del mundo debe más a la luz de las velas que iluminaron su infancia en la posguerra —tan presente en sus relatos— que a los rótulos luminosos de megalópolis modernas. En su discurso de recepción del Cervantes lo dijo con una frase de John Keats: trataba de escribir “teniendo los pies en el jardín de casa y tocando con un dedo las esferas del cielo”.
Semanas antes de recibir ese galardón, el más importante de las letras en español, recordó a su familia en una entrevista con el periodista Arcadi Espada publicada en este periódico. Asqueados de la Guerra Civil, sus padres —“de derechas sin forofismos”— lo educaron, dijo, en “una cosa importante: la repugnancia a la violencia”. Y subrayó: “Pero estoy hablando, incluso, de la violencia de un portazo”. Tal vez por eso nunca hizo ruido para “figurar”, pese a que en sus diarios se lamenta a veces de la falta de reconocimiento. “Supongo que, en parte, ha sido también culpa mía”, reconoció en la misma entrevista. “A veces me han hecho ver aquello de Sagasta. Vino un amigo a ver si Sagasta le podía conseguir un empleo. El jefe liberal empezó a leerle una lista: ‘canónigo de la catedral de Toledo…’. El amigo le interrumpió tímidamente: ‘Es que yo no soy cura’'. ‘Hombre, si empezamos así’, le replicó Sagasta, ‘no vamos a encontrarte acomodo’. Pues un poco de eso, la verdad. Tampoco he hecho nada por salir”. A partir de hoy la historia de la literatura tendrá que hacer su trabajo.
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