La ciudad del codo bíblico que destapó el ‘boom’ del ladrillo
Hallada en Alicante la muralla de un asentamiento fenicio erigido con las medidas que se usaron en el Templo de Salomón
Llegaron en naves de velas rojas a un territorio hostil que a la vez prometía riquezas en torno al 770 antes de nuestra era. Se establecieron en la misma línea de costa de lo que hoy es el término municipal de Guardamar del Segura (Alicante), junto a un amplio estuario, ahora colmatado por los sedimentos del río Segura. Levantaron a toda prisa una ciudadela y vivieron en ella, siempre precavidos y asustados, durante algo más de un siglo. Un terremoto de la escala 5 lo destruyó todo. Este verano las universidades de Alicante y Murcia, junto a técnicos municipales, han hallado aquella muralla defensiva tras la que se parapetaron y aislaron más de 200 personas.
Eran fenicios y su ciudad fortificada era una copia de otras semejantes localizadas en Líbano e Israel —la antigua Fenicia—, como la bíblica de Tel Hazor, que habían sido construidas siguiendo las proporciones del codo bíblico o de Ezequiel: las medidas de todos los muros, calles, murallas, casamatas o almacenes son el resultado de multiplicar 0,52 metros por tres o sus múltiplos.
“No hay nada parecido en la península, solo en los actuales Israel o Líbano, donde algunas edificaciones fueron levantadas también según el codo bíblico, una medida orgánica de invención egipcia y que fue empleada en el afamado Templo de Jerusalén, que erigieron fenicios por encargo de Salomón. Hay otros ejemplos como la fortaleza de Qeiyafa o de Tell Dor [Israel], que hasta en sus más pequeños elementos nos recuerda a la fortaleza alicantina”, señala Fernando Prados, profesor de la Universidad de Alicante. El yacimiento se conoce como Cabezo Pequeño del Estaño, debido a que en catalán estany significa laguna, porque estaba rodeado de zonas inundables.
Lo primero que levantaron los recién llegados fue la muralla, de unos tres metros de altura, cuyo interior compartimentaron para almacenar alimentos, fundamentalmente trigo y cebada. Las últimas investigaciones han descubierto que los pobladores desgranaban los cereales dentro del amurallamiento, no al aire libre, “lo que nos indica que quizá estaban muy asustados y no se atrevían a aventar en el exterior”, señala Helena Jiménez Vialás, profesora de Historia Antigua de la Universidad de Murcia.
A finales de los años ochenta del siglo pasado, la fiebre urbanizadora de la costa llevó a los promotores a buscar materiales de construcción en las proximidades. A las afueras de Guardamar, a casi cuatro kilómetros de la costa, hallaron una cantera de áridos y comenzaron a explotarla, llevándose tanto la tierra como los restos de la mayor parte del poblado fenicio: muralla, viviendas, almacenes... El arqueólogo municipal, Antonio García Menárguez, dio la voz de alarma cuando conoció los destrozos. Las obras se paralizaron, pero el 80% del yacimiento ya había sido pasto de las excavadoras. Sin embargo, los restos que quedaron sin destruir provocaron la admiración de los arqueólogos. “Lo que queda es pequeño”, señala Fernando Prados, “pero tenemos de todo: desde fundiciones hasta almacenes, viviendas, ajuares cerámicos o casamatas”.
En la segunda mitad del siglo VIII antes de Cristo un terremoto plegó, giró y derruyó los muros defensivos de la ciudadela, que posteriormente fueron reforzados por sus moradores con contrafuertes y taludes, lo que indica que estos habían perdido ya parte de su finalidad defensiva. El peligro exterior había pasado. Pero la posibilidad de que el sismo pudiera repetirse llevó a los fenicios a abandonar unos años después el asentamiento y a trasladarse a unos kilómetros de distancia, al lugar de La Fonteta, también en Guardamar del Segura, donde erigieron una nueva ciudad amurallada ya preparada para soportar los envites de los terremotos.
El derrumbe de las estructuras debido al terremoto creó auténticas cápsulas del tiempo: semillas, cerámicas y enseres domésticos fueron sepultados. Tras el sismo, los supervivientes construyeron un edificio circular dedicado a la metalurgia con muros de más de un metro de anchura. En su interior, se han hallado morteros, machacadores, hornos, sopladores, ánforas de agua para reducir la temperatura y tortas de plomo.
“No hemos encontrado los elementos más valiosos como joyas o sus moldes, porque al abandonar la ciudad se llevaron lo que más les importaba. Es como cuando vendes tu piso, te llevas todo y dejas solo a los siguientes la nevera y el televisor viejos”, concluye con una sonrisa Helena Jiménez Vialás.
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