Esa-Pekka Salonen: “Mahler te lleva de la emoción al infierno”
El finlandés será director de la Orquesta Sinfónica de San Francisco desde la próxima temporada
No extraña que Esa-Pekka Salonen (Helsinki, 61 años) haya sido elegido como director titular de la Orquesta Sinfónica de San Francisco a partir de la próxima temporada. Desde 1992 ocupó ese cargo en la vecina Filarmónica de Los Ángeles —antes de que Gustavo Dudamel le relevara en 2009—, pero más allá de la nostalgia de California que pudiera sentir este finlandés, lo cierto es que este director ha hecho de la tecnología una aliada fiel. Veremos que dan de sí en esta nueva etapa las confluencias entre Salonen —que ya ha participado en proyectos con Apple— y los gurús de Silicon Valley.
Pero antes, Salonen ha recalado este lunes en Barcelona y este martes y miércoles en Madrid con la Philharmonia Orchestra londinense dentro del ciclo Ibermúsica, que celebra el 50º aniversario. Fue precisamente junto a esta organización, creada por el gran Alfonso Aijón, con la que el director debutó en España. Lo hizo dentro del Festival de Granada cuando era un veinteañero, a principios de los años ochenta, y lo recuerda perfectamente porque le produjo por un lado, cierto trauma, y, por otro, le permitió ganar confianza en sí mismo.
La anécdota incluye a Montserrat Caballé. “La tuve esperando un rato antes de poder atenderla y no me lo perdonó”. Pero… ¿Cómo? ¿A la gran diva? “Sí, se enfadó tanto que no me volvió a hablar. Cuando acabó el concierto y nos vimos obligados a hacer un bis, se lo apuntó en su brazo y me lo enseñó para que procediera, sin dirigirme la palabra”. Era la muerte de Isolda, y esa escena final de la ópera wagneriana fue a lo más lejos que llegó Salonen con la soprano. Tenía su carácter. Pero él también. “Quedé un tanto aturdido por la experiencia, creí que todo el mundo se había enterado del incidente, aunque luego me felicitaron por el concierto y comprendí que no fue así”, comenta en una entrevista telefónica.
Con los años, Salonen ha seguido viniendo a España. Esta vez llega con Mahler y su Novena sinfonía en el programa, entre otras piezas: “Creo que, en muchos aspectos, es su obra más importante”, comenta. “Como prototipo de su estilo alcanza la perfección en lo que él buscaba para sí”. Desde el andante como primer movimiento al adagio final. “El principio es una especie de síntesis ideal de un movimiento de esas características. Es muy extraño, completamente inusual. Pasa de la lírica y la ternura a la violencia casi al tiempo; se adentra en una transformación constante, y nos lleva de paseo a través de una especie de baile en un salón de espejos deformes”.
Luego llegan el segundo y tercer movimientos: “Un tour de force de contrapuntos llevado al límite que regresa a las bases de Bach, que analiza con una constante ironía”, piensa el director. Pero esa ironía, ese sentido grotesco tan poderoso en el compositor, conduce al suspiro final. Un doloroso testimonio que encara la muerte envuelto en tragedia. Cuando lo compuso, Mahler había perdido a su hija mayor, sabía que no le quedaba mucho de vida tras haberle sido diagnosticada una dolencia cardiaca. Además, se había enterado de la relación que Alma, su esposa, mantenía con el arquitecto Walter Gropius. “Es el adagio de todos los adagios. Quedas exhausto en cada expresión. Te lleva del amor al horror. De la emoción al infierno”.
No cree Salonen que Mahler fuera consciente del impacto de sus sinfonías para la posteridad. Admitió en vida que no vivía su tiempo. Fue casi absolutamente incomprendido salvo por las minorías de gustos más rompedores. Pero tras el jugo que Mahler le sacó, la forma sinfónica daría ya mucho menos de sí. “Su ideario en ese campo estaba centrado en la diversidad más que en la unidad. En eso difería respecto a Sibelius, a quien conoció y con quien habló del asunto”.
Ese violinista y compositor, paisano de Salonen, creía en la lógica interna de la sinfonía, en su cohesión: “Mahler por el contrario, pensaba que debía alimentarse de elementos externos como, por ejemplo, de una sencilla canción. Utilizaba cualquier cosa que le pudiera venir bien”. Con ello, además, comenta Salonen, incomodaba al público. Transmitía un cierto tono de burla por medio de elementos populares, chabacanos, incluso, que luego elevaba a categoría de arte. “Ponía al público en estado de shock, y pocos se lo perdonaban”.
Si bien Mahler podía permitirse el lujo de espantar a los biempensantes de las salas de conciertos, hoy la generación de Salonen —también compositor reconocido— se enfrenta al reto de atrapar nuevos públicos. En ese aspecto, Mahler, como el director más afamado y mejor pagado de su tiempo, podría aportar algunas claves. Salonen las busca sin descanso a partir de un análisis de la mentalidad colectiva, que hoy incluye las posibilidades tecnológicas. “El mundo ha cambiado mucho en los últimos 20 años, con la irrupción de internet. Aunque lo percibamos en muchos aspectos como una amenaza, sigo pensando que es realmente una oportunidad”. Incluso para sacar partido de comportamientos aparentemente pocos ventajosos: “Las nuevas formas de relacionarnos nos llevan al aislamiento, a un individualismo radical. Por eso, la gente busca experiencias colectivas y un concierto ofrece esto como muy pocas cosas”
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