La enorme clase de Dorothea Röschmann
La soprano alemana y el pianista Malcolm Martineau ofrecen una gran tarde de 'Lied' en el Teatro de la Zarzuela
En su tercera actuación en el Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela (debutó muy joven en 2002, con el pianista Graham Johnson), Dorothea Röschmann ha cosechado uno de esos triunfos que tienen todos los visos de ser sinceros por parte del público (se premia lo que realmente se escucha, sin presuposiciones) y de una magnitud que pareció provocarle incluso una cierta sorpresa. Tiene muchas, muchísimas virtudes la soprano alemana, y algunos pequeños borrones apenas ensombrecieron un recital que ya prometía mucho sobre el papel por la muy inteligente confección del programa: pocas obras, pero extraordinariamente bien avenidas y espiritualmente interrelacionadas, incluida una curiosa conexión subterránea, como se verá enseguida.
La primera parte se abrió con cuatro de las canciones que canta la pobre Mignon al arpista en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, que han inspirado a decenas de compositores, pero que siguen teniendo en los Lieder pioneros compuestos por el Schubert casi adolescente y el Schubert maduro a uno de sus mejores y más hondos valedores musicales. Ya desde la formidable Margarita en la rueca, el austríaco había demostrado que poseía un don innato para bucear en la mente, el entusiasmo, los deseos y las tribulaciones de una mujer muy joven. De todo ello hay en los textos de Goethe y Röschmann dio lo mejor de sí en Nur wer die Sehnsucht kennt, la más teatral de las cuatro, sobre todo en su sección central. Kennst du das Land, por el contrario, sonó demasiado descompensada en sus dos tempi contrapuestos. Schubert los marca como Mässig (moderado) y Etwas geschwinder (algo más rápido), pero este segundo fue notoriamente más rápido, lo que restó algo de fuerza expresiva y credibilidad al deseo de la muchacha de viajar “a la tierra donde florece el limonero”. A continuación, el apartado schubertiano se cerró con una modélica interpretación de Nachtstück, una de esas pequeñas joyas que raramente suelen figurar en los conservadores programas de los cantantes.
Obras de Schubert, Mahler, Schumann y Wagner. Dorothea Röschmann (soprano) y Malcolm Martineau (piano). Teatro de la Zarzuela, 25 de febrero.
Lo que sí quedó de manifiesto ya desde este primer bloque de Lieder fue que Röschmann cuenta con dos bazas infalibles para afrontar este repertorio: en primer lugar, una voz de enorme calidad, de bellísimo timbre y, lo que resulta mucho menos habitual, homogénea en todos los registros; en segundo, una técnica completísima, que le permite moldear esa voz a su antojo, afinar todas y cada una de las notas con aparente facilidad y rodearlas de la dinámica que considera más adecuada. Se aprecian también, sin embargo, algunos pequeños matices no tan positivos. El que más incomoda es quizá que su dicción no es siempre todo lo nítida que debería ser: se pierden algunas consonantes finales, algunas sílabas suenan borrosas y las vocales tienden a ser en general en exceso cerradas y poco contrastantes. Sorprende también en una cantante de su técnica que introduzca respiraciones en momentos que quiebran la unidad o el arco global de la frase. Por último, y esta es una apreciación tan subjetiva como las anteriores, su mentalidad parece más la de una operista, no la de una liederista. En el primer ámbito lleva un cuarto de siglo triunfando en los mejores teatros del mundo, y se nota su querencia hacia la escena en que no acaba de construir algunas canciones como un pequeño microcosmos cerrado sobre sí mismo, en el que la música explica el texto y viceversa. Aun admirablemente cantadas, las canciones pueden cojear del lado de la construcción poética, por así decirlo, y es por ahí por donde, a veces, el arte de Röschmann no está a la altura de su musicalidad, su técnica y su mayor tesoro: la voz.
Las Canciones sobre poemas de Rückert de Mahler nos trasladaban a un escenario paralelo al que había conformado Schubert en los albores del Romanticismo: el esplendor del género justo un siglo después, tras los gloriosos capítulos –por ceñirnos a lo esencial– escritos por Robert Schumann y Hugo Wolf (este último sí figuró en el programa de aquel primer recital en Madrid en 2002). No es esta colección mahleriana la más adecuada para la voz de Röschmann, ya que el cariz de sus textos y la música que ideó para ellos Mahler se benefician de una voz más grave. La mejor cantada fue, de nuevo, la canción más dramática o teatral y la que mejor le permite exhibir sus cualidades, Um Mitternacht, que abarca una tesitura de casi dos octavas y en la que Röschmann lució por igual sus notas graves, siempre timbradas y con cuerpo, y sus excelentes agudos, jamás tirantes ni forzados. La manera en que cantó, nunca del mismo modo, el auténtico mantra del poema de Rückert (ese “a medianoche” que le da título y que pone fin a cada una de las cinco estrofas) fue, sin duda, uno de los momentos a recordar de la tarde. La otra indiscutible obra maestra de la colección, Ich bin der Welt abhanden gekommen, que decidió situar al final, tuvo menos potencia dramática, aunque en los dos versos finales volvió a ponerse de manifiesto la extraordinaria musicalidad de la soprano, una cantante de pequeños grandes detalles.
Unir en la segunda parte las Canciones sobre poemas de María Estuardo de Schumann y las Canciones sobre poemas de Mathilde Wesendonck de Wagner fue una felicísima ocurrencia. Y los motivos no son fáciles de resumir. En ambos casos se trata de las últimas canciones compuestas por sus autores, lo cual significa mucho en el caso de Schumann, que fue un liederista feraz, y mucho menos en el de Wagner, que apenas cultivó el género. El primero ofreció las canciones como regalo de Navidad (un tanto tétrico) a su mujer, Clara, en las navidades de 1853, cuando su mente estaba ya seriamente enajenada y cuando vislumbraba su propio final: de ahí que sintiera el impulso de ponerse en la piel de la desdichada reina escocesa, estos días de actualidad por el estreno de una película dedicada a su figura. En el caso de Wagner, las cinco canciones sobre poemas de su musa son tanto una muestra de amor, un regalo de cumpleaños (en el caso de un arreglo de Träume para violín y orquesta de cámara que Wagner dirigió en la mansión de los Wesendonck el 23 de diciembre de 1857) y, fundamentalmente, un estudio preparatorio de Tristán e Isolda, la ópera suscitada por la pasión que se profesaron y que representa como ninguna otra la indisociabilidad de amor y muerte. Im Treibhaus anticipa el preludio del tercer acto de la ópera, mientras que la citada Träume parece presagiar el dúo del acto segundo.
Pero hay otra conexión más allá de lo musical que hace que estas dos obras fraternicen tan bien juntas y que se halla también directamente relacionado con la muerte. El hecho no es muy conocido, pero las tumbas de Mathilde Wesendonck y los Schumann (Robert y Clara) están separadas por apenas una docena de metros de distancia en el Alter Friedhof, el antiguo cementerio de Bonn. Schumann murió en el sanatorio de Endenich, a las afueras de la ciudad, mientras que Mathilde, aunque nunca vivió en Bonn, reposa allí porque sí lo hizo Hans, su hijo, que fue el primer miembro de la familia en morir, en 1882. Y fueron sus padres quienes decidieron entonces que allí descansarían también, llegado el momento, tanto ellos como su hija Myrrha.
En las canciones de Schumann, Röschmann se mostró en general muy contenida y, si puede decirse así, no del todo empática con el terrible sino de María Estuardo. Hubo una cierta tendencia al apresuramiento en unos Lieder que piden a gritos calma, reflexión y sosiego: la primera canción no fue interpretada “ziemlich langsam” (bastante lento), como quería Schumann, ni su súplica a su prima Isabel fue especialmente “leidenschaftlich” (apasionada), ni su contenida pero lacerante Despedida del mundo tuvo tampoco la lentitud que reclama el compositor. Pero Röschmann fue dejando aquí y allá muestras extraordinarias de su media voz, apuntes de fraseo de alta escuela y sí que supo transmitir el despojamiento esencial de esta música, escrita por un Schumann creativamente agónico, en la plegaria conclusiva, que fue, con mucho, la mejor de este bloque.
También los Wesendonck-Lieder se benefician de una voz más grave que la de la soprano alemana, que ha empezado a incorporar también las óperas de Wagner a su repertorio (Tannhäuser) sin por ello abandonar los Mozart que tanta fama y prestigio le han dado. Aquí su interpretación fue a más, con detalles extraordinarios en Im Triebhaus (sobre todo la manera de interpretar la apoyatura al final de la frase “Saget mir, warum ihr klagt?”), una perfecta construcción de la atmósfera de Schmerzen (con una dicción, curiosamente, mucho más cuidadosa) y una muy convincente fusión de amor y muerte en Träume, que arrancó aplausos entusiastas por parte del público, cada vez más absorto e involucrado en uno de esos recitales que requieren un público conocedor, y el que acude fielmente al Teatro de la Zarzuela desde hace 25 años sin duda lo es. Y estas dos colecciones de canciones deberían ser, desde luego, la banda sonora de todo aquel que visite el Alter Friedhof de Bonn.
No se ha mencionado hasta ahora, pero Malcolm Martineau fue un factor decisivo para que el concierto mantuviera su altísimo nivel e interés musical. El británico debutó en este ciclo en 1995 con Bryn Terfel, ambos jovencísimos, y así acaba de recordarse con motivo de la reciente presentación del cantante galés en el Teatro Real. Ahora Martineau peina ya abundantes canas y es un pianista muy experimentado y requerido por multitud de grandes cantantes. Su pulsación, su musicalidad, su uso del pedal, su control de la dinámica, la transparencia de sus acordes, la construcción de las progresiones armónicas, la presencia nítida del bajo o su manera de fomentar discretamente las mejores virtudes de Röschmann desde el teclado fueron señas de identidad de un acompañante de primerísima fila. Con modestia y sin aspavientos, la soprano alemana aplaudió y reclamó aplausos en solitario para su compañero en los saludos finales y el público se los dispensó justa y generosamente. La coherencia del programa tuvo continuidad en las dos propinas, aunque, en contra de lo que anunció Martineau, tan solo la segunda canción nació a partir de un poema de Heinrich Heine: Es muss ein wunderbarer sein, de Franz Liszt, y Die Lotosblume, de Robert Schumann, otro regalo a Clara, en esta ocasión poco antes de su anhelada boda. Dos notas finales de optimismo en un programa dominado por la desesperanza.
Babelia
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