Mamá ha muerto
El escritor argentino Jorge Fernández Díaz despide a su madre, a la que dedicó un libro memorable
Mi madre se despidió de su hijo seis o siete veces. Parecían despedidas rotundas, dolientes y en cierta medida lúcidas, abiertas como breves fogonazos conscientes en medio de la tiniebla de la desmemoria. Regresé llorando a casa cada vez, y anduve como sonámbulo por la vida, creyendo que se apagaría definitivamente en cualquier momento o que el Alzheimer la hundiría en la incomprensión definitiva y total, y en la oscuridad del ensimismamiento. Pero de pronto la visitaba y ella estaba allí, como siempre, en su cama, y resulta que no recordaba para nada nuestra desgarradora despedida. Esa maldita enfermedad de la mente hace que te despidas dolorosamente de tu madre en el andén, que la veas subir al tren que se la llevará para siempre, y que regreses a casa hecho pedazos, pero dispuesto a iniciar el duelo. Para luego volver al andén y ver que tu madre continúa sentada en un banco, que se bajó del tren y que ignora cuanto sucedió, y que parece dispuesta a despedirse como si no se hubiera despedido jamás, en una repetición perpetua del adiós. Fue así que el viernes pasado mi hermana Mary, que tan amorosamente veló sus últimos meses, me llamó por teléfono mientras yo pulía mi artículo dominical y me dijo con voz temblorosa que mamá había muerto. Tuve entonces un fuerte sentido de irrealidad, dejé todo y corrí hasta la residencia asturiana, donde permaneció internada el último año, al cuidado de un gerontólogo magnífico y de enfermeras maravillosas. Esta vez, contra mi propia incredulidad, mi madre había subido al tren, y este había partido: el andén y el banco estaban vacíos, y corría la suave brisa de una melancolía anticipada.
Se convirtió en cenizas, a su voluntad, una mujer que nació en la Asturias pobrísima. Que sufrió la orfandad y el hambre, y que llevaba en su frente el destino de la derrota y de la mediocridad. Supo, sin embargo, contrariar ese sino y salir adelante, como lo hicieron millones de inmigrantes que llegaron a estas costas: con la empecinada cultura del trabajo. Se llamaba María del Carmen Díaz. Pero todos la llamaban Carmina. Nació en una aldea suspendida en los verdes prados asturianos: Almurfe, nuestro Macondo. Y hacia 1946 mi abuela, María del Escalón, la puso en un barco y la envió al otro lado del mundo. Fue un acto de desesperación: quería salvar a su hija de la miseria; le prometía que pronto emigraría el resto de la familia y que todos vivirían juntos y felices en Buenos Aires. Mi madre, con 15 años, viajó solita y sola a esa ciudad desconocida, y se entregó a unos tíos que la trataban como a una mezcla de hija sustituta y sirvienta. Algo falló: la familia se fue quedando en España, y Carmina estudió, creció, trabajó, se enamoró y de repente se dio cuenta de que había quedado atrapada en la otra orilla del océano Atlántico, a 14 mil kilómetros de su hogar. Experimentó durante décadas ese desarraigo como algo trágico e insalvable. Pero con el correr de los años se dio cuenta de que era argentina. Hacia el año 2000 sufrió una depresión muy seria. Acompañaba, por entonces, a muchos amigos en el proceso de vender lo poco que tenían para regresar a las aldeas de Europa, de las que habían partido. Era la primera vez en la historia de América latina que una misma generación de inmigrantes, expulsada por la miseria del país de origen era también expulsada, cincuenta años después, del país de adopción por el mismo y siniestro motivo, en una vuelta dramática alrededor del mundo y del tiempo. Carmina aceptó ir a una psiquiatra, que la sacó adelante. Y yo estaba muy intrigado sobre lo que pasaba en esas sesiones. Así que un día Carmina, un poco a regañadientes, me dijo que la doctora era muy comprensiva y que ella le contaba detalladamente su sufrida historia. Ante mi insistencia, Carmina soltó: la doctora llora cuando yo le cuento lo que pasé. Fue entonces cuando anoté en mi cuaderno: “La mujer que hacía llorar a su psiquiatra”. Me dije a mí mismo: si la vida de mi madre es capaz de conmover a una especialista en calamidades, merece ser contada. Entrevisté a Carmina durante cincuenta horas; luego también interrogué a mi padre, Marcial Fernández, y con esos testimonios escribí “Mamá”, un libro que solo pretendía explicarles a mis hijos de dónde veníamos y, por lo tanto, quiénes realmente éramos. No hay mayor mentira que la frase “descendimos de los barcos”, operada para ser rápidamente argentinos. Porque esa frase implica esconder el pasado y a esas enormes y fascinantes familias, que son acreedoras de nuestra verdadera identidad. Las peripecias de “Mamá” fueron un éxito inesperado, que ella vivió con agradable naturalidad y modestia. Este mismo enero, Alfaguara volvió a relanzarlo en España, y allí el mundo literario hablaba de las memorias de Carmina, mientras su memoria real agonizaba en una cama del barrio porteño de Palermo. Triste paradoja. Sé que el éxito de ese libro no se debe a mi pericia narrativa, ni al periplo existencial de mi madre. Sé que “Mamá” fue leído por cientos de miles de personas porque era un símbolo y un reflejo de otros millones de historias parecidas. Inmigrantes españoles, italianos, polacos. Gente que reconstruyó esta nación con su sentido del honor y el sacrificio, en una épica que los nacionalismos tratan de barrer bajo la alfombra. Una épica que forma parte indeleble de nuestra nacionalidad, y del progreso que anhelamos. Creo firmemente que sólo esa épica recreada nos sacará de la actual decadencia.
Yo había leído mucho sobre el Alzheimer y los hallazgos de las neurociencias, pero solo enfrentándome al padecimiento íntimo de mi madre me di cuenta de que la memoria lo es todo. Sin ella no hay identidad, ni inteligencia, ni funcionalidad; sin memoria no somos nosotros. Ni siquiera somos la sombra de lo que fuimos. Supongo que vislumbré el principio del fin hace dos diciembres, cuando Verónica y yo pasamos fin de año a solas con ella. Mamá ya no podía mantener una conversación coherente, y entonces comencé a preguntarle por su infancia, y ella repasó con nombres propios y lejanos aquellos tiempos de alegrías y privaciones. Mientras lo hacía, yo les escribía por wathsapp a mis primos de Oviedo y les pasaba los nombres de vecinos ignotos y parientes desconocidos que mi madre pronunciaba; todos ellos resultaban asombrosamente ciertos y exactos. No podía recordar el primer plato que había cenado esa misma noche, pero podía evocar la remota peripecia de un asturiano que trabajaba en un pueblo aledaño a Almurfe. Después de brindar, bajamos juntos en ascensor, y al llegar a la calle quise ponerla a prueba: ¿dónde está tu casa, Carmen? Desorientada, señaló hacia su izquierda, hacia Puente Pacífico, cuando ella vivía hacia la derecha, en la calle Ángel Carranza. Me di cuenta de que ya no podía volver sola, y que no reconocía el barrio donde había transcurrido toda su existencia. Sentí un escalofrío. A partir de entonces, todo fue barranca abajo. No quiero recordar los pasos de esa caída, porque prefiero olvidarla. Prefiero que esa caída no tape su imagen espléndida de los tiempos felices.
Mi madre fue mi gran interlocutora a lo largo de la vida. Me regaló la Colección Robin Hood, y me convirtió con ella en un escritor de aventuras. Junto con Carmina vi en la vieja casa de Ravignani las películas de Sábado de Cine de Super Acción y de Hollywood en Castellano. Admiramos juntos a John Ford, a Howard Hawks, a George Stevens, a Michael Curtiz, a Billy y a William Wyler y a tantos artistas clásicos que influyeron sobre mi propia obra. Con Carmina discutí de política y de periodismo. Cada vez que publicaba una columna me llamaba para comentarla; cada noche, después de terminar un programa en Radio Mitre, yo pulsaba su número y esperaba su cruda evaluación. Les aseguro que hubiera sido, en otras circunstancias de la vida, una gran periodista. Tenía un instinto natural, y una elocuencia de actriz de comedia. Era, como Orson Welles dijo alguna vez de Ford, una comediante y una poeta oral. Pero era sobre todo una dulce guerrera.
Sé ahora que el tren por fin partió. Pero también sé que merodearé para siempre aquel andén mítico buscando su fantasma. Que me espera justo en aquel banco vacío, para reírnos y para abrazarnos. Escucho ahora mismo su risa, su voz, su indignación, su compasión y sus inefables sentencias. Y oigo detrás de ella el rumor. El rumor de su vieja patria.
Jorge Fernández Díaz, periodista y escritor argentino, es Académico de la Lengua en su país. Entre sus numerosos libros, aparte de Mamá, están El puñal y La herida. Este texto lo leyó el autor en el programa que dirige en Radio Mitre (Argentina)
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