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‘IN MEMORIAM’ Abelardo Castillo

Un Castillo lleno de historias

El escritor argentino brilló como novelista y como periodista cultural, pero sobre todo como autor de cuentos

Cortázar necesitó crear un ingenioso instrumento imaginario para definir la pericia de sus propios maestros y también el arte secreto que más admiraba en Abelardo Castillo. Lo llamó “el trampolín psíquico”. Abelardo, pluma notable de mi país y a su vez maestro de escritores, que murió en Buenos Aires el pasado día 2 a los 82 años, pero todavía resuena aquella perspicaz consagración que le dedicó el autor de Rayuela: “Castillo escribe cuentos, es decir, sistemas cerrados, y no meros relatos en los que habitualmente no se pasa del recorte arbitrario de una situación sin esa tensión que le da al cuento su valor de trampolín psíquico”.

Abelardo integra, en efecto, la galería de los grandes cuentistas argentinos, donde además de Cortázar están más vivos que nunca Borges, Bioy Casares, Mujica Lainez, Roberto Arlt y Silvina Ocampo. Desaparece el último aristócrata del cuento, género poco vendedor pero maravilloso y exigente. “Solo hay tres literaturas en el mundo donde la narración breve resulta fundamental: Estados Unidos, Rusia y la Argentina —me dijo Abelardo hace unas semanas—. Casi no encontrás entre los clásicos rusos y norteamericanos a ningún gran escritor que no sea a su vez un gran cuentista. No se puede hablar de nuestros autores decisivos sin prescindir del cuento, que es nuestro género natural. Y el tango, que tanto nos representa, no es otra cosa que un cuento cantado en verso”. En otras naciones, como España, la base de la literatura la formaron, en cambio, los poetas y los novelistas. Aunque Castillo brilló en la novela (Crónica de un iniciado, El que tiene sed), en el teatro (Israfel, El otro Judas) y también en el ensayo (Ser escritor, Desconsideraciones), alcanzó la cumbre como el mago de las formas breves. Y todo ese ciclo, que reúne 51 narraciones cortas, componen un solo gran libro deslumbrante: Los mundos reales. A Castillo no le importaba que los relatos nunca alcanzaran las ventas masivas y que los editores modernos trataran, por tanto, de evitarlos: siguió escribiéndolos década tras década, fiel a sí mismo y a su propia ética literaria.

Era un verdadero erudito, un lector universal, y de sus talleres de escritura surgieron alumnos verdaderamente aventajados, escritores de las nuevas generaciones que triunfaron con sus novelas y cuentos. Aunque vivía rodeado de libros y no quería salir de su casa, acosado por frecuentes dolores de espalda, Abelardo no era un ratón de biblioteca. Tenía en su mochila fuertes experiencias personales, que utilizó en sus obras: fue boxeador, adicto al ajedrez y alcohólico, y también fue un periodista cultural de enorme influencia. El cristianismo original le parecía cercano al marxismo y siempre tuvo una lúcida mirada acerca de las vicisitudes de la política. Contaba irónicamente que a pesar de los premios y los halagos de la crítica, solo aceptó la nominación de “escritor” hace unos años, cuando vio que un muchacho robaba algo de un estand de Galerna en la Feria del Libro y comprobó con perplejidad que se trataba de un libro suyo. Durante una semana entera yo hice algo que a él le gustó mucho: me tomaba media hora para leer sus cuentos en mi programa nocturno de Radio Mitre, y entonces miles de oyentes que tal vez no lo conocían se deleitaban con sus historias mientras preparaban la cena o conducían el coche, de regreso a casa. Leerlo en voz alta, palabra a palabra, fue una experiencia literaria fascinante. Entrevistarlo en la alta noche, un privilegio repetido: dominaba el arte de la conversación como ninguno. Parafraseando a Borges, a mí se me hace cuento que murió Castillo: lo juzgo tan eterno como el agua y el aire.

Jorge Fernández Díaz es novelista, periodista y académico argentino.

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