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Crítica | Viento de libertad
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un dulce olor a muerte

Se basa casi exclusivamente en la suma de una larga serie de situaciones de tensión circunstancial y de una gastada originalidad

Javier Ocaña
La familia protagonista de 'Viento de libertad'.
La familia protagonista de 'Viento de libertad'.

El Checkpoint Charlie, el museo berlinés dedicado al paso fronterizo entre el Este y el Oeste en tiempos de ciudad dividida, puede ser un sitio mágico o un lugar tristemente inhóspito, dependiendo del lugar donde se coloque la cabeza del visitante y la amplitud de miras que ejerza. Los inventos, artilugios y, en definitiva, el ingenio que los habitantes del segmento de la Alemania socialista desarrollaron para escapar y cruzar al otro lado pueden llevar a una alegre excitación casi circense. Pero en realidad el lugar también desprende un funesto olor a muerte, la de un país, la de una generación, la de unos ideales políticos.

VIENTO DE LIBERTAD

Dirección: Michael Herbig.

Intérpretes: Friedrich Mücke, Karoline Skuch, Alicia Von Rittberg, David Kross.

Género: suspense. Alemania, 2018.

Duración: 120 minutos.

Viento de libertad, película de Michael Herbig que homenajea a los que intentaron la fuga con la historia de una de esas familias, parece haberse quedado en la primera etapa, la de la feliz celebración, pero se ha olvidado de la segunda, la del estado exterior e interior de unos seres humanos marcados por una pared de contención y un muro de extremismo.

Inspirada en la historia real de la doble tentativa de pasar la frontera con un globo aerostático casero, y ambientada a principios de los años ochenta, Viento de libertad es un relato de suspense, casi a la manera americana, que empieza casi donde cualquier otro impondría su clímax: por la escapada. Herbig y sus guionistas eluden los razonamientos que les llevan hacia la aventura de la gloria o del suicidio, incluso acompañados de niños pequeños. Y se basa casi exclusivamente en la suma de una larga serie de situaciones de tensión circunstancial, unas pocas bien trazadas, y otras cuantas, de una gastada originalidad: el empecinamiento por jugar con los personajes secundarios al silencio, la mirada escrutadora y el presunto indicio de que los han calado, para luego girar hacia la pregunta idiota que nada tiene que ver con la intriga; la simulada realidad trágica que no es más que una pesadilla física, y hasta el recurso de la falsa apertura de la puerta en dos escenarios, practicada por Jonathan Demme en uno de los grandes momentos de El silencio de los corderos.

Un suspense que, por otro lado, es solo aparente, pues el tono de la película deja claro que es impensable un final distinto del que tiene. Y en beneficio del entretenimiento, la historia nunca llega a desarrollar algunos de los temas y subtextos de interés que deja apuntados: la dicotomía entre conformismo y rebeldía; la grisura de la paz socialista, o el (muy Sidney Lumet) tema de quién paga el atrevimiento y los pecados de los padres: los hijos. Herbig se ha quedado en la parafernalia mágica y superficial del Checkpoint Charlie.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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