Doble y rey
Bastiaga dice que la monarquía existe para poder ponerle nombres a las cosas, y quizá sea verdad: sale más caro bautizar los muelles que construirlos
La primera vez que vi al Rey de España antes de que llegase a emérito él y a emérito yo, tenía 22 años y una orden: la de cubrir la visita de Juan Carlos I a Sanxenxo. Se le dieron honores grandes entonces, como ponerle su nombre a un puerto. Elisardo Bastiaga dice que la monarquía existe para poder ponerle nombres a las cosas, y quizá sea verdad: sale más caro bautizar los muelles que construirlos.
No sé qué hice entonces, pero cuando me quise dar cuenta estaba en una especie de comité de bienvenida —comité pelota como no vi en mi vida— en la puerta del Real Club Náutico. El rey entró dando la mano a todo el mundo, y cuando se dirigía febril hacia mí, con la mirada implacable como si en lugar de un pobre corresponsal de pueblo yo fuese un ministro o una vedete, un guardaespaldas me apartó de su trayectoria y me preguntó de quién era, y le dije que el nieto del Recho y las aguas se calmaron un poco. Yo estaba muy ilusionado con darle la mano al rey. Pero ilusionadísimo.
Los guardaespaldas han sido tradicionalmente mis peores enemigos, los guardaespaldas de los demás y los míos propios. Por eso cuando empezó a circular por el pueblo el rumor de que andaba por aquí el rey Juan Carlos, y Elisardo Bastiaga (98 followers) me llamó para sondear la posibilidad de hacerse una foto con él, me estresé un poco.
—Somos todos 20 años más viejos, Su Majestad, tú y yo, pero los guardaespaldas son como las novias de DiCaprio, que tienen 20 años desde 1996, dice Bastiaga.
Los dos caminábamos por el puerto buscando al Rey con tanto ímpetu que por el camino apartamos a manotazos a Amancio Ortega, Mariano Rajoy y Alberto Núñez Feijóo, cada uno por separado y a su bola; a ninguno de ellos los reconoció Bastiaga, y eso que Ortega tenía cara de querer una foto con él para Instagram. Pertenecemos definitivamente a una generación marcada por el juancarlismo, con todas las consecuencias que eso tiene. Una de ellas, ahora mismo la más trágica, es tener una foto con él. Precisamente con él, que abdicó por la manía de la gente en hacerse fotos a su lado.
—¿Es aquel?, Bastiaga señaló una sombra difusa que se movía entre pantalanes. Bajamos a la carrera mientras él estudiaba, como una máquina perfecta, el encuadre, el grado de inclinación del sol y las mareas.
No era, no era ni de coña, pero por si acaso Bastiaga se hizo una foto con él y la colgó rápidamente con un puñado de hashtags que daban vergüenza ajena. #royalefamily y movidas así por un señor que tenía una pinta de cosechero de Ribadavia que daba gusto verlo. Se despidió ese señor nuestro y, si bien en los andares tenía algo de emérito, menos mal que al puerto no le pusieron su nombre porque sería puerto deportivo Casimiro o algo así. Bastiaga aceptó que quizá no fuese, pero apostó todo a que sí en su red social. “Con el rey no, lo siguiente”, puso. Lo primero que le escribió uno en los comentarios de Instagram fue: “Gilipollas”.
—Perdió el cariño de la gente, resumió mi amigo.
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