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Café Perec
Columna
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Dar continuidad a la sorpresa

La madurez plena del hombre situado en la vida excluiría la escritura

Enrique Vila-Matas
Ilustración del escritor checo Franz Kafka.
Ilustración del escritor checo Franz Kafka.Fernando Vicente

Había leído los primeros siete breves fragmentos de Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, cuando abordé el comienzo del fragmento octavo: “Los principios son siempre deliciosos; el umbral es el lugar en el que conviene detenerse, dijo Goethe”.

Sorprendido, me detuve en seco, como si hubiera recibido una orden. Y pensé en la fuerza intempestiva de los umbrales, y también en quienes se pasan la vida en ellos. Y me acordé del hombre inmóvil turco, el “artivista” que en 2013, en Estambul, fue detenido por la policía por llevar seis horas sin moverse de un umbral imaginario, mirando siempre fijamente hacia el mismo punto de la plaza Taksim.

El “artivista”, en general, es una variante interesante del activista. Tal vez no posea el tan hinchado prestigio social de éste, pero sí una mayor inteligencia táctica, pues incomoda de forma muy eficaz cuando se detiene en ciertos lugares. De hecho, algunos personajes de Kafka pueden ser vistos como “artivistas” cuando se quedan inmóviles en algún umbral observándolo todo con una pavorosa mirada inocente –casi infantil, por la permanencia en ellos de la infinita sorpresa que les causara su primera ojeada al mundo–, una mirada que desequilibra a los que se sienten de pronto sigilosamente observados desde fuera.

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Quien primero me habló del factor Kafka fue Luis Izquierdo, gran profesor de literatura en los años sesenta en la Escuela de Periodismo de Barcelona. Le recuerdo contándonos que lo extraordinario del núcleo duro de la obra de Kafka residía en su obediencia a un gesto espontáneo ligado a la infancia: una especie de expresión de sorpresa ante el mundo y la vida, seguida siempre de una secreta voluntad de permanecer en los umbrales, seguramente para desde allí seguir “confirmando la sorpresa”.

Para Izquierdo, el genio de Praga era el representante de una escritura que nace en cuanto un joven imagina cómo es la vida y choca con ella al ver que imaginación y experiencia no coinciden precisamente. Ese hombre todavía en construcción, sostenía Izquierdo, no acaba de ver qué pueda tener de fiable la experiencia y, a medida que se acerca al ejercicio de la literatura, va siendo cada vez más consciente de que si pacta con la realidad dejará de ser escritor en su dimensión más pura, perderá intuición. Por eso, la madurez plena del hombre situado en la vida excluiría la escritura. Y por eso pactar puede ser, por tanto, un calvario para un tipo de artista incipiente, educado en ideas honestas. De hecho, su propia posición insobornable es la que le acabará llevándo a unir estrechamente vida y literatura y a quedarse en permanente lucha por seguir en los umbrales, obstinado como estará en poder dar continuidad a la sorpresa original.

Y hasta aquí. Porque ayer, tras pensar en todo esto, volví, como si nada, al octavo fragmento de Noches insomnes: un libro que resultó, por cierto, ser maravilloso, extraño, único, un género en sí mismo, y una de esas obras de arte que no paran de invitarnos a seguir escribiendo en la dimensión más pura, y hasta el fin de los siglos.

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