Monólogo de la frontera de Corea
La escena de Trump y Kim en la frontera norcoreana ratifica que ya han pasado a la historia los tiempos en los que todavía percibíamos un poco al “otro”
Una vez, escribí sobre las cartas que Erik Satie recibía y no abría (aunque las contestaba todas) y sobre cómo a su muerte aquellas cartas se publicaron juntamente con sus respuestas y tuvimos acceso a un tipo de correspondencia perfecta, porque todos ahí hablaban de cosas distintas y, a fin de cuentas —recuerdo haber anotado irónico— monologar sobre lo que te acaban de decir es un rasgo típico de cualquier diálogo; en realidad, la esencia misma de cualquier diálogo.
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Pero ayer observé que esa anotación irónica la percibía con incomodidad un antiguo amigo, quizás porque le hizo sentirse privado de certezas y religión y le obligaba a ver el mundo como ambigüedad. Y pensé: nada mejora; cada día hay más dogmáticos, más tipos cargados de una seguridad en sí mismos forjada por su propia estupidez o, peor aún, por necedad prestada. Y me acordé de que en realidad, aquella anotación irónica sobre las cartas de Satie no hizo, en su momento, más que prever lo que está sucediendo ahora con ridícula insistencia: los diálogos entre políticos son saboteados por pulsiones egocéntricas y parecen construidos por bebedores que no intercambian ideas, sino monólogos. ¿Y no será esto lo que explique por qué Trump nos pareció el otro día un perfecto beodo cuando, en supuesto “diálogo” con Kim Jong-un, dio un repentino saltito en la frontera, un brinco bobo, y cayó en Corea del Norte?
Aquella cabriola oriental, desconectada del dictador Kim, ratificó mi impresión de que ya pasaron a la historia los tiempos en los que todavía percibíamos un poco al “otro”. Porque ahora no sabemos ni verle, ni como amigo, ni como infierno, ni siquiera como enigma, ni como dictador. Hay una flagrante expulsión de lo distinto, fenómeno evidente en países como el nuestro, donde, por ceñirme a lo que más me atrae —que no es precisamente la política de mis paisanos, sino las remotas posibilidades de renovación de su narrativa—, observo que, con las más inmovilistas opciones literarias, se manifiestan muchos narradores y críticos, toda clase de propietarios de graves certezas.
Nadie aquí ve al otro, ni cuando han de cederle el paso en la escalera. Todos han forjado un dogmático monólogo y percibimos —como un calco perfecto de la suspendida política española— lobbies de la crítica que van desde lo más retrógrado (de tono conservador, amparando a escritores que ignoran el siglo de Joyce, como si cien años hubieran sido un suspiro imaginario) hasta lo supuestamente progresista y que cada día es más pura morralla averiada. Todos son certezas y exclusiones y ante esto, uno acaba inclinándose por simplemente recordar que Cervantes, con el Quijote, inventó la novela y al mismo tiempo clausuró ese género a todos sus sucesores, sin excepción. ¿Que no hay mucho que hacer en este país con tanto camino clausurado? Al contrario. Aún están por contestar todas las cartas que no abrimos el siglo pasado y que seguro que aún conservan íntegras las cargas de pólvora de las más gloriosas ironías.
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