El góspel para agnósticos de Spiritualized da vida al Tomavistas
Carolina Durante y Hinds jugaban en casa en el primer festival del año, pero evidenciaron que su trascendencia mediática es muy superior a la musical
Advertencia preliminar: si están buscando una nueva estrella del rock internacional, no encaucen sus esperanzas al respecto en la figura de Jason Pierce. El líder (o, más bien, responsable único) de Spiritualized ya no tiene mucho de nuevo, pero sobre todo no representa en nada a las estrellas. Suyo era este sábado el concierto central en el escenario central del día clave para el Tomavistas, la primera gran cita al aire libre del calendario festivalero, y Pierce respondió a las expectativas con una actuación tan magnífica como ensimismada. Ni una pizca cómplice, y mucho menos aún expansiva. Fueron 65 minutos exquisitos para mentes dispuestas a mantener la concentración, lo que no siempre coincide con el ánimo más extendido en este tipo de eventos.
Por lo pronto, Pierce se sitúa en el extremo derecho de las tablas, sentado frente a un atril al que, receloso de su memoria, jamás perderá de vista. Con el resto de la banda en semicírculo, el centro del escenario quedaba convertido en un inmenso desierto, como un área afectada por un cordón sanitario. Era una manera de enfatizar el valor del ritual, la concentración de unos músicos enfrascados ante un repertorio frágil y precioso. Y respaldados por tres coristas magníficas que otorgaban aún mayor solemnidad y altura frente al aire quebradizo del jefe de filas.
Abrieron Spiritualized con dos clasicos del repertorio, uno de la línea más lisérgica (Come together) y otro de la melódica (Soul on fire), y entonces sucedió lo que no sucede nunca. Las pantallas se iluminaron con el código Morse que sirve como leit motiv gráfico para el último disco de la banda; empezó a sonar A perfect miracle, su tema inaugural, y después de él los otros ocho que lo integran, en orden riguroso. Jason es así de extemporáneo: reivindica el álbum como una obra íntegra, con personalidad propia, y no deja de hacerlo ni en el contexto de un festival, ante 8.000 espectadores que habrían pasado por taquilla no necesariamente porque les interesara verle a él. Quizá anoche no se granjeara muchos nuevos amigos, pero sí la bendición de los cielos.
El elepé en cuestión se titula And nothing hurts… y escucharlo así, del tirón y en directo, con una banda que sonaba adorablemente fresca y precisa, confirmó una sospecha que ya apuntaba el soporte fonográfico: sería imperdonable perderse una obra maestra así. Pierce transita por los cincuenta y tantos, se ha erigido en símbolo de vulnerabilidad, parece interesado solo un poco por el ser humano y amaga con que este sea su canto del cisne, pero ha redondeado un ciclo hermosísimo en el que conviven canción eterna, lirismo, soul y psicodelia en proporciones generosas. Y, sí, esas coristas erigidas en embajadoras celestiales. En góspel para agnósticos.
El de Rugby ni se movió ni pestañeó. Elevó su voz quebradiza, jugó al romanticismo con inflexiones de Roger Waters (I’m your man), mostró su cara más adorable y esperanzada en The road y se enfrascó en el delirio sónico de On the sunshine, con el auditorio entre absorto y perplejo. Faltaba aún someterse al círculo armónico reiterado de Damaged, donde también quedan trazas de Pink Floyd, para comprobar la resistencia de cada cual a esta liturgia. Acabada la obra, Pierce murmuró un “Thank you”, levantó un poco los brazos para aplaudir al aire y desapareció. Así de fascinante.
La actuación de Spiritualized estuvo antecedida por dos de las bandas españolas más rematadamente mediáticas de los últimos tiempos, ambas madrileñas y con formato de cuarteto: Carolina Durante y Hinds. Los primeros alborotaron en varios momentos el escenario principal y las segundas obtuvieron una acogida algo menos intensa en el escenario del fondo, situado al final de un paseo algo más extenso y menos holgado de lo deseable. En ambos casos, la relevancia informativa resultó ser extremadamente superior al interés artístico.
Carolina Durante despuntaron hace justo un año con Cayetano, ese retrato burlón y muy ingenioso del niñerío de la derecha, pero no hay manera de encontrar motivos para renovar aquel entusiasmo, ni siquiera ahora que ya disponen de un primer (y homónimo) álbum en las tiendas. Les divierte el punk madrileño y norteño de los primeros ochenta y en escena exhiben una loneta negra con el logo de un cuchillo de carnicero que acaba de rebanar una mano, y, en sinfonía, el nombre de la banda con tipografía fanzinera. Pero la sustancia, el ingenio o la lengua afilada se han ido convirtiendo en nebulosas, mientras que el valor musical y melódico es el que es: infinitesimal.
Quedaría constatar ese valor algo etéreo que llamamos “actitud”, pero tampoco llegamos a sentir curiosidad, chispazo, motivos para la sonrisa. El cantante, Diego Ibáñez, es un guapo de mirada torva que, a falta de voz, ensaya unos raros pasos desiguales, como grotescos, antes de emprenderla con saltitos continuados, aprovechando una buena forma física y las escasas exigencias del repertorio en materia de afinación. Que las únicas intervenciones de un grupo teóricamente mordaz y dispuesto a tocar las narices fueran un “Bueno, vamos a seguir” y una mención a que nos estábamos perdiendo la final copera dan idea de lo difícil que resulta ilusionarse con ellos. Más allá de esas tres o cuatro consignas en las letras (“Joder, no sé”, “Me masturbé con tu foto”, “Tus puñales aún me duelen en la espalda”...) que, sí, pueden ser propicias para compartir un mini de cerveza con los colegas. Porque para erigirse en cronistas generacionales aún les falta un poco.
En cuanto a las Hinds, tuvieron la habilidad de asomar la cabeza un par de años antes de la eclosión del #MeToo y la virtud de caerles en gracia a algunos periodistas underground londinenses, lo que acabó traduciéndose en una asombrosa relevancia internacional. Nos parece muy bien, pero ni los tres años de experiencia ni los dos álbumes publicados han servido para que la banda mejore sustancialmente en afinación, sobre todo por parte de las dos cantantes que ejercen el coliderazgo. Y como siguen abonadas al inglés, canciones como esa sobre “dos capullos de aquí de Madrid”, que le dedicaron “a las chicas de la primera fila, las del centro y las del final”, pierden eficacia ante la ininteligibilidad del voceo. “Muchas veces tocamos canciones sin ensayar. Hoy hemos estrenado una sin terminar”, se sinceró Carlotta Cosials. No hay más preguntas, Señoría.
Pasada la medianoche, con el fresquete ya metido en los huesos y las primeras deserciones entre los 8.000 parroquianos, llegó el turno del post-punk narcótico de Deerhunter, denso como solo Bradford Cox es capaz de ser. El hombre, larguirucho y de rostro tristón, trasunto físico de Ric Ocasek (The Cars) tras el cambio de siglo, tampoco dio margen a las fruslerías, como Jason Pierce dos horas antes. Cox ha cumplido 36 años y, por su porte y profundidad artística, aparenta un buen puñado de ellos más. Pero incluso inmersos ya en el frío y la noche oscura, escuchar el repertorio de una obra titulada Why hasn’t everything already dissapeared tenía algo de reparador. Por el motivo que sea, en efecto, todavía no ha desaparecido todo. Aunque tenga que llegar un intenso como Bradford, otro teórico antifestivalero en el primer gran festival del año, para recordárnoslo.
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