La represión de la democracia
Mike Leigh aborda la masacre del 26 de agosto de 1819 en St. Peter’s Field, en la ciudad obrera de Mánchester, con 15 muertos y varios centenares de heridos
En su espléndida carrera, con una veintena de largometrajes desarrollados a lo largo de cinco décadas, el británico Mike Leigh nunca ha destacado por hacer concesiones al público. Pero quizá haya que diferenciar su habitualmente expansivo y relativamente cercano cine social (e incluso moral), sus abiertas y complejas obras alrededor de la condición de ser persona en una época y en un ambiente determinados y sus a veces imposibles interrelaciones, de su puntual cine histórico. Faceta esta muy esporádica, con apenas tres películas, Topsy-Turvy (1999), Mr. Turner (2015) y La tragedia de Peterloo, que hoy se estrena. Obras de una rigurosidad extrema, huidizas a machamartillo de cualquier faceta emocional o melodramática, muy exigentes para el público, de metrajes más allá de las dos horas y media. Y de una férrea solidez.
LA TRAGEDIA DE PETERLOO
Dirección: Mike Leigh.
Intérpretes: Rory Kinnear, Maxine Peake, David Moorst, Karl Johnson.
Género: histórico. Reino Unido, 2018.
Duración: 154 minutos.
En su último trabajo, Leigh aborda la masacre del 26 de agosto de 1819 en St. Peter’s Field, en la ciudad obrera de Mánchester, con 15 muertos y varios centenares de heridos a manos de la caballería, durante una manifestación pacífica de 60.000 personas en favor de mejoras laborales para los trabajadores y de reclamación del sufragio universal masculino, que entonces no había llegado al Norte de Inglaterra. Y lo hace con una película que se despliega en numerosos ámbitos: el regente príncipe de Gales, Jorge de Hannover; el primer ministro, lord Liverpool; el ministro del Interior, lord Sidmouth; el encargado militar para la zona Norte; las autoridades locales, el jefe de una policía aún no oficial, más sicario que funcionario; los empresarios del textil; la incipiente prensa; las asociaciones unidas en la concentración, incluidas las de mujeres; los trabajadores, y las familias, personificadas en la de un soldado raso, corneta en la reciente batalla de Waterloo, que sirve a Leigh para empezar y terminar con él el relato, y redondear así el simbolismo de la tragedia, como también hicieron los periódicos sobre aquel fatídico día fundiendo la batalla de Waterloo y la localización de St. Peter en unos titulares que quedaron para la historia: Peterloo.
El compromiso de Leigh es meridiano y su labor de documentación, exhaustiva, destacando el retrato tanto de los de abajo como de los de arriba (salvo la innecesaria ridiculización regia), temerosos de una revolución francesa en territorio inglés, y sobre todo celosos guardianes de sus posiciones de poder frente al hambre y la miseria de la clase trabajadora. Sin embargo, aunque la película sea muy didáctica e interese sin duda a los amantes de la historia y de la política, es posible que deje fuera incluso a algunos cinéfilos con un guion tan inflexible que no deja aire en ningún momento, donde todo es importante y elevado, incluso en el lenguaje utilizado.
Aunque quizá lo más discutible de la labor de Leigh sea su representación de la masacre en la media hora final. Podemos imaginar al director de Secretos y mentiras y de Todo o nada reprobando la puesta en escena y el montaje cortante y velocísimo de compatriotas como Paul Greengrass en obras semejantes en acción y espíritu (Bloody Sunday). Pero Leigh no demuestra saber hacerlo mejor por querer hacerlo distinto (cosa que le honra). Y la matanza solo es tosca, sin nervio ni pasión.
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