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Columna
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Cien años de soledad

Gracias a Internet he podido ver por fin la película japonesa que se inspiró en la mítica novela de Gabriel García Márquez

Las copias de las películas (y sus negativos originales) se deterioran a una velocidad sorprendente. Con el tiempo se avejenta su imagen y se degrada el color, cuando no es simple consecuencia de la negligencia en la conservación de la copia la que produce estragos difícilmente superables. De esto último son responsables los productores, es decir, los dueños de los derechos de las películas que no supieron dar valor a sus productos una vez acabada su explotación comercial. Las filmotecas, los archivos, se encargan de la conservación de esos materiales y en ocasiones hasta de restaurarlos. Pero en la mayoría de los casos y en casi todos los países carecen de medios y de presupuestos suficientes.

Algunos estudiosos del tema hablan de ello en Patrimonio cinematográfico, una publicación que acaba de editar en España la asociación Unión de cineastas. Martin Scorsese, Agustín Almodóvar y Félix Tusel, entre otros, analizan cómo preservar las películas y valoran la eficacia -o su falta de- del actual sistema de digitalización utilizado en lugar de restaurar como se debería el soporte fotoquímico original. En definitiva, el debate propuesto por Unión de cineastas trata sobre la urgencia de preservar el patrimonio cinematográfico porque, como ellos dicen, “sin pasado no hay presente, no hay futuro”.

Ha cambiado todo tanto y tan rápidamente que hoy en día se pueden ver desde casa películas de manera que no se podía ni soñar en otros tiempos, no como la concibieron sus autores, es verdad, eso solo puede verse en la pantalla de los cines, pero sí para satisfacer curiosidades. En mi caso, por ejemplo, gracias a Internet he podido ver por fin la película japonesa que se inspiró en la novela de García Márquez Cien años de soledad. Con ello se desmiente el anuncio que ha hecho ahora Netflix de haber adquirido los derechos de la obra y por lo tanto estar en situación de poder realizar la primera adaptación al cine (o la televisión). El japonés Shûji Terayama dirigió en 1982 Saraba Hakobune, antes de que el escritor recibiera el Nobel, y al parecer fue ese premio el que desbarató todo. Hubo que renegociar los derechos, suprimir el título de la novela en los títulos de crédito -aunque finalmente se incluyeran-, y estrenar la película dos años después, en 1984, muerto ya el director. Pero ahí sigue estando, subtitulada en castellano, para quien lo desee.

La película no es buena, ni mala, sino una rareza que poco tiene que ver con el Macondo original aunque sí con una personalísima y discutible versión del imaginario del escritor. Esperemos la de Netflix y que todas ellas se conserven como es debido, que el paso del tiempo no destruya sus originales.

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