Tomar la Bastilla con ‘chalecos amarillos’
Éric Vuillard narra la jornada histórica en que París se levantó contra el Rey Luis XVI y establece parecidos con las revueltas sociales de ahora
Hubo un instante en que la Revolución Francesa dependió exclusivamente de un solo tipo. Discurría la mañana del 14 de julio, una muchedumbre llegada de todos los rincones de París, entonces la ciudad más importante y poblada del mundo, rodeaba la fortaleza de La Bastilla, decidida a rendirla. Sonó entonces la hora de ese tipo. Se llama Louis Tournay, tenía 20 años, trabaja de carretero y como conoce el barrio, se desplaza a una zona lateral y accesible del muro que circunda una de las defensas. En un impulso ciego, trepa a un tejado, y luego salta y se planta, él solo, en el patio de la Gobernación de la ciudadela. Los guardias le observan algo asombrados desde las torres. Convertido, sin darse cuenta, sin comprenderlo del todo, en la avanzadilla de la revuelta, asombrado de su propia audacia, se pregunta: “¿Y qué hago aquí?”. No lo sabe, pero tiene un pie en el Antiguo Régimen y otro en la modernidad. Luego, cruza el patio, avanza por un pasaje y consigue romper con un pico que alguien le pasa una las cadenas del puente levadizo. Por ese puente irrumpe la multitud, la Revolución y la Historia. Nada se sabrá más de ese Tournay. La escena aparece en la novela 14 de julio de Éric Vuillard, recientemente publicada por Tusquets, que narra, en 200 páginas vertiginosas, la jornada histórica en que París tomó la Bastilla. No es una reconstrucción al uso, sino un acercamiento impresionista, muy personal.
Vuillard (Lyon, 1968) es un hombre simpático y hablador, de esos capaces de meter en una misma frase a Aristóteles, la deuda pública, el Rey Luis XVI y los chalecos amarillos. Al recordar al carretero Tournay dice: “Cuando estás dentro de algo así, como la toma de la Bastilla, no puedes prever lo que va a pasar, nadie puede preverlo. Y eso es una manera democrática de ver las cosas. Porque cuando el futuro es previsible está conducido por otros. Es como cuando en el 15-M o en la Primavera Árabe va un periodista y le pregunta a uno de los participantes: '¿Y ahora qué va a pasar?'. Y el interrogado responde: 'Y yo qué sé, eso hay que discutirlo entre todos'. Tournay sabe que hay que tomar la Bastilla, pero no sabe qué futuro viene después de hacerlo”.
Todos los nombres que aparecen en el libro responden a personajes reales. Incluido Tornay. Vuillard buceó en los archivos y las fuentes originales. A veces para extraer sólo un dato nimio, pero precioso, un detalle del vestuario de los insurrectos, un apellido, una profesión, la edad. “Era una manera de implicarme, de acercarme a los sucesos, de convertirme en un elemento más. Se puede abordar literariamente este tipo de novelas considerando el episodio que se va a narrar como un episodio cerrado, concluido. O pensar, como yo, que esta historia viva de emancipación aún no ha terminado”.
Vuillard no lo dice por decir. Está convencido de que el tiempo de las revoluciones puede no estar del todo liquidado, de que el eco del 14 de julio retumba en los movimientos sociales surgidos, por ejemplo, desde la crisis del 2008. “Hoy en día existe un descontento general que pone sobre la mesa un problema creciente: la desigualdad. Y la manera en que el poder ha ido gestionando eso. No sabemos en qué acabará todo. Las consecuencias de la crisis aún no han acabado”. Y de ahí salta a los chalecos amarillos: “Hay cosas que tienen en común. Tanto el 14 de julio como los chalecos amarillos son fenómenos heterogéneos. El 14 de julio había artesanos, comerciantes, tenderos, soldados, pobres, algunos intelectuales… Y ahora vemos que entre los chalecos amarillos hay campesinos, autónomos, pequeños patrones, camioneros, taxistas... Son movimientos amplios, lo que demuestra que una vasta parte de la sociedad está descontenta. Aunque todo es paradójico: hace unos meses, un día después de un día de lucha y de destrozas en Francia, unos empleados limpiaban unas pintadas de los chalecos amarillos en el Arco del Triunfo. Y los que limpiaban… llevaban también chaleco amarillo”.
Es cierto que el pueblo parisino, en 1789, tenía enfrente un enemigo visible, el rey, simbolizado en la fortaleza de la Bastilla, también tangible, reducible a escombros. Ahora, localizar a ese enemigo es más difícil: “Ese enemigo es la concentración demencial de poder en el mundo económico, que acapara todas las decisiones, que escapa al control de los Estados. Es difícil luchar contra él, no es como tener a un rey delante. Pero también era difícil tomar la Bastilla, je, je. Nunca fue fácil. Actualmente, lo único que se opone a ese poder económico, la única trinchera, son estos movimientos populares. Son los únicos que le hacen frente, por ahora no de forma victoriosa”. Luego recuerda otra paradoja: cuando terminó el 14 de julio, el Rey Luis XVI, que acabaría sin cabeza años después, escribió en su diario de caza: “Hoy no ha pasado nada”.
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