Mito y realidad de la Revolución Francesa
Con motivo de la celebración del bicentenario de la Revolución Francesa están teniendo lugar en todo el mundo actos conmemorativos que culminarán en un gran congreso mundial que se celebrará en París en julio de 1989.Pero no sólo los historiadores se han movilizado. Economistas, sociólogos, lingüistas, literatos, bibliotecarios, musicólogos e incluso cineastas participan en los coloquios pluridisciplinarios que desde Senegal a Costa de Marfil, Vietnam, China o Australia se están organizando.
El interés despertado por la conmemoración del gran acontecimiento obedece a razones obvias. La Revolución Francesa, al igual que el descubrimiento de América, por ejemplo, constituye tino de los hitos de la historia universal.
El año 1789 representa la gran línea divisoria que separa nuestro mundo moderno del pasado, es decir, que establece las bases de la modernidad, de nuestros regímenes políticos con constitucionales, de las declaraciones de derechos humanos, de las libertades democráticas, etcétera.
Tradicional mente, la Revolución de 1789 ha sido considerada como una revolución burguesa. El término fue acuñado por Barnave, uno de los primeros líderes de la revolución, y utilizado después por políticos e historiadores como Louis Blanc, Tocqueville, Taine, Jaurès, Mathiez, Lefèbvre y Soboul, entre otros.
Los historiadores marxistas, cuyo principal exponente fue Soboul hasta su muerte en 1982, entendían que las contradicciones del Antiguo Régimen entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción generaron conflictos de clase, que se resolvieron mediante una revolución social que otorgó el poder a la nueva clase burguesa, derrocó a la nobleza y abrió definitivamente la vía al desarrollo del capitalismo.
Pero en la década de los cincuenta algunos historiadores anglosajones, como Cobban, Taylor y Palmer, cuestionaron el carácter burgués de la revolución. En 1955, el historiador inglés Alfred Cobban publicaba su controvertido libro El mito de la Revolución Francesa, en el que afirmaba que el sistema feudal era prácticamente inexistente en 1789 y que el capitalismo agrícola estaba ya fuertemente implantado en Francia antes de la revolución. Según esta tesis, el proceso revolucionario francés no habría supuesto ninguna transformación del orden socioeconómico, sino que incluso habría frenado el auge capitalista. La revolución, dice Cobban, consistió en la destrucción del viejo sistema político de la monarquía absoluta, que fue reemplazado por otro cuya manifestación última fue el Estado napoleónico.
Tres revoluciones
Años más tarde, en el propio seno de la historiografía francesa, Jacques Godechot primero, y luego dos historiadores de la escuela de los Annales, François Furet y Denis Richet, se opusieron también a la interpretación tradicional marxista. En su libro La Revolución Francesa, publicado en 1965-1966 y editado ahora en España, después de más de 20 años, diferenciaban tres revoluciones, siendo la principal la de las elites, término bajo el cual englobaban a sectores de la burguesía y de la nobleza que se opusieron al absolutismo y reclamaron medidas liberales. Según estos autores, la Revolución Francesa se desvió de sus objetivos burgueses iniciales al interferir las revueltas de los campesinos y de los artesanos y sans-culottes. Es la tesis del derrapage del proceso revolucionario, que condujo al terror.
A raíz de esta interpretación, muchos historiadores se preguntaron si no habría que renunciar al concepto de revolución burguesa. En los años setenta, un historiador de la corriente crítica, Guy Chaussinand-Nogaret, con base en el estudio comparativo de los cuadernos de quejas elaborados por el tercer Estado y la nobleza en vísperas de la revolución, insistía en que no existió oposición de clase, sino identidad casi total en las reivindicaciones y aspiraciones de ambos órdenes, que compartían idéntica formación intelectual, estaban impregnados igualmente por la ideología de las luces y tenían comportamientos e intereses comunes. Los dos rechazaban tanto la monarquía absoluta como el despotismo ilustrado, y eran favorables a un régimen constitucional.
Es más, más, según este investigador la nobleza francesa era en 1789 la más dinámica de Europa, y se había puesto al frente del capitalismo comercial, frente a una burguesía más bien timorata. Chaussinand-Nogaret llega a afirmar que en torno a 1780, y bajo el impulso de la nobleza, se había iniciado en Francia la revolución industrial, que fue interrumpida por el estallido de 1789, lo que contradice la tesis marxista de que la revolución habría desarrollado las fuerzas productivas. ¿Cómo podría ser la nobleza un obstáculo para el desarrollo del capitalismo, si era uno de sus principales agentes y si los sectores punteros, el siderúrgico y el minero, estaban en gran medida en sus manos?, se pregunta.
Crisis política
En general, los historiadores críticos, tanto franceses como anglosajones, cuestionan la perspectiva social del análisis marxista y conciben la revolución como una crisis política que debe ser entendida en sí misma, sin recurrir al conflicto entre las distintas fuerzas sociales. Pero disienten a la hora de valorar el alcance de la revolución. Para algunos historiadores, como Theda Skocpol, es la ruptura y la reconstrucción del Estado lo que desempeña el papel central, mientras que para otros, como Furet, 1789 fue un gigantesco proceso de integración sociocultural. La ruptura, según este autor, no se situaría en el terreno económico o social, sino en el ideológico, en el nivel de la conciencia. La revolución, dice, no creó una nueva sociedad, sino que afirmó nuevos valores.
Frente al mito de la ruptura - 1789 se presenta como el momento de la fundación de la nación francesa, como la fecha de nacimiento de un mundo nuevo basado en la igualdad-, Furet habla de continuidad. Continuidad incluso en el terreno político, pues lo que constituye la base del nuevo régimen, el Estado administrativo fundamentado en una ideología igualitaria, habría sido ampliamente realizado por la monarquía absoluta antes de ser consumado por los jacobinos y el Imperio. La revolución consistiría así en la aceleración de la evolución política y social anterior.
Posteriormente, más allá de los problemas concretos de interpretación del proceso revolucionario de 1789, lo que se puso en tela de juicio fue la propia validez de la teoría marxista de la historia, lo que otorgó al debate tal virulencia que en Francia saltó a la calle adquiriendo tintes políticos porque tras la discusión académica lo que subyacía eran cuestiones políticas e ideológicas muy importantes.
El interés de la controversia se renueva en vísperas del bicentenario. De dicho debate se hace eco estos días en Madrid el coloquio internacional Alcance y legado de la Revolución Francesa, en el que están representadas las distintas corrientes.
Babelia
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