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Crítica | Tiempo después
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El sinsentido de un final

Bajo el humor, resulta palpable el desencanto del director José Luis Cuerda ante un mundo en caída libre

Roberto Álamo y Carlos Areces, en 'Tiempo después'.
Roberto Álamo y Carlos Areces, en 'Tiempo después'.

En la programación televisiva de 1983 se manifestó algo casi paranormal: una concisa ficción ambientada en un Londres posapocalíptico que se parecía bastante a un pueblo soriano. Se titulaba Total, la dirigía José Luis Cuerda y en ella había bastante más que ingenio al servicio de una comedia excéntrica: ahí fundaba el cineasta su propio territorio expresivo, que sería prolongado en posteriores títulos como Amanece que no es poco (1989), Así en el cielo como en la tierra (1995) y este Tiempo después que se presenta como el cierre de un ciclo. Con Total -y lo que vendría-, Cuerda, en un gesto que tenía más de desvío respetuoso que de combativa herejía, rompía con el gran modelo dominante en la comedia española –el costumbrismo azconiano/berlanguiano- para proponer un nuevo código que fertilizaría vocaciones futuras. “Lo mío no es surrealismo, sino pegarle un revolcón a la lógica, fajarse con ella cuerpo a cuerpo y retorcerle el pescuezo hasta que vomite sus últimos argumentos”, escribiría Cuerda años más tarde. A través de la reducción al absurdo de la tradición costumbrista, el cineasta abrió la puerta a, entre otras muchas cosas, un porvenir de humor chanante en constante exploración de nuevos lenguajes.

TIEMPO DESPUÉS

Dirección: José Luis Cuerda.

Intérpretes: Roberto Álamo, Miguel Rellán, Carlos Areces, Blanca Suárez.

Género: comedia. España, 2018.

Duración: 95 minutos.

Adaptando su propia novela distópica, publicada en 2015 por Pepitas de Calabaza, Cuerda imagina en Tiempo después un futuro reducido a un rascacielos (el Torres Blancas) levantado en medio del desierto de lo real. En el exterior, la lucha de clases sigue gozando de tan buena salud como desde el momento en que alguien supo nombrarla. Los códigos que rigen este microuniverso de guardias civiles, barberos poéticos, conserjes exasperantes y algunos arquetipos sempiternos se verán puntualmente desestabilizados por el gesto revolucionario de un vendedor de limonada. Bajo el humor, resulta palpable el desencanto del cineasta ante un mundo en caída libre.

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