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Crítica | Perdidos en París
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El amor es un baile desgarbado

En sus mejores momentos, Abel y Gordon invitan a pensar en descendientes de Keaton o Tati a los que se les han perdido la escuadra y el cartabón

Fiona Gordon y Dominique Abel, en 'Perdidos en París'.
Fiona Gordon y Dominique Abel, en 'Perdidos en París'.

Desde que se conocieron a principios de los 80, el belga Dominique Abel y la canadiense Fiona Gordon llevan explorando su relación amorosa como una danza desgarbada en espectáculos teatrales, cortometrajes y una serie de cuatro largometrajes codirigidos y protagonizados por ellos mismos, con la colaboración de su compinche Bruno Romy -que, en esta última Perdidos en París, abandona la dirección para comparecer en un papel secundario-. El arte del dúo Abel & Gordon permite recordar que, en el origen, el slapstick habló en francés –Max Linder- y reivindica no solo la universalidad y perdurabilidad de un humor visual que cada vez se ha ido marginalizando más en el imaginario cinematográfico, sino también su cercanía con el tradicional arte del clown y con las posibilidades expresivas de la danza contemporánea.

PERDIDOS EN PARÍS

Dirección: Dominique Abel y Fiona Gordon.

Intérpretes: Dominique Abel, Fiona Gordon, Emmanuelle Riva, Pierre Richard.

Género: comedia. Francia, 2016.

Duración: 83 minutos.

En Perdidos en París, Gordon y Abel son, respectivamente, una bibliotecaria canadiense que viaja a la capital francesa al encuentro de su anciana tía –Emmanuelle Riva en el penúltimo papel de su carrera- y el poético vagabundo que, entre el tapiz de encuentros y desencuentros tejido por el azar, acabará robando el corazón a ambas. La propuesta del tándem parece suplicar a los espectadores su simpatía con la inquietante ternura de los ojos llorosos de un payaso en un cuadro de mercadillo. En sus mejores momentos, Abel y Gordon invitan a pensar en descendientes de Keaton o Tati a los que se les han perdido la escuadra y el cartabón, pero en los peores recuerdan bastante el encanto filopublicitario del Jean-Pierre Jeunet de Amélie (2001).

Con todo, Perdidos en París está lejos de ser una película desdeñable: la larga secuencia del resturante flotante hilvana muy bien sus gags, aunque se resiente del hecho de que el resto de actores no comparta la misma flexibilidad expresiva que la apayasada pareja protagonista.

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