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IDA Y VUELTA
Columna
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Horas de Berlín

Hace un siglo justo que terminó la I Guerra Mundial y que empezó todo lo que iba a venir, a esta ciudad y al mundo entero

Antonio Muñoz Molina
El Ampelmännchen, hombrecillo de los semáforos de Berlín.
El Ampelmännchen, hombrecillo de los semáforos de Berlín.Sean Gallup (Getty Images)

Desde la ventana en el sexto piso del hotel se ve un panorama de ángulos inusuales y líneas quebradas como de pintura o de película expresionista alemana. La mirada es un ejercicio cultural. Todo es más expresionista y alemán todavía porque está anoche­ciendo. En la atmósfera lluviosa y de niebla acaban de encenderse los letreros de los anuncios. Se ven como largas cintas luminosas los trenes que llegan a la estación de la Friedrichstrasse o salen de ella, por un puente elevado de ferrocarril que complica aún más las perspectivas: los trenes arriba, y debajo de ellos, al nivel de la calle y en otra dirección, los tranvías también iluminados que emergen del ancho puente de hierro, oscurecido como por el humo de locomotoras de hace más de un siglo.

Yo he estado otras dos veces en Berlín pero muy breves y muy espaciadas a lo largo de los años. Una vez tenía tan poco tiempo libre que me escapé durante dos horas de mis obligaciones para visitar en la Gemäldegalerie El triunfo del Amor, de Caravaggio. Mucho antes, en un diciembre de los primeros noventa, hacía tanto frío que apenas me aventuraba a salir del hotel. El cielo era muy gris y muy bajo, y ya no sé si me invento el recuerdo de oír débilmente los rugidos de los animales en el zoológico, que estaba muy cerca. Las calles de Berlín Este eran todavía lóbregas y mal iluminadas, con inmensos edificios decrépitos de ventanas tapiadas y picaduras de metralla. En el centro de la sala de un museo vi, como suspendida en el aire en el interior de una vitrina, la cabeza rota y policromada de Nefertiti. El agua oscura del río circundaba el museo como el foso de una fortaleza. En la calle helada había un mercadillo en el que se vendían todo tipo de uniformes, banderas, correajes, insignias de la Unión Soviética y de lo que durante mucho tiempo se había llamado, no sin sarcasmo involuntario, “democracias populares”.

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Esta mañana los puestos seguían estando en el mismo sitio, tan desolados por la lluvia como aquella vez por el frío, menos numerosos y peor surtidos que en el recuerdo, aunque los uniformes viejos, las botas militares, los cascos de acero y las gorras con insignias siguen a la venta, ya no como curiosidades, sino como reliquias de una historia que en poco tiempo se ha vuelto lejana. Algunos vendedores tienen más aire de homeless que entonces. Los más afortunados son los que han instalado sus puestos al abrigo de uno de esos puentes de hierro de Berlín que le hacen recordar a uno que la modernidad urbana del siglo XX empezó aquí antes que en Nueva York. He salido del hotel y he echado a andar, por el puro gusto incomparable de explorar una ciudad casi desconocida. El cielo se abre un poco y empieza a aclararse el día. Me quedo mirando las siluetas de los hombrecillos verdes caminantes en los semáforos y se me olvida cruzar. Es una figura extraordinaria, como un personaje de cuento, uno de esos enanos de los cuentos que tienen poderes mágicos: de perfil, con la nariz grande, con un sombrero más grande aún, con dos piernas en movimiento que empiezan justo debajo de los dos brazos, como si careciera de torso, en actitud diligente de caminata. El semáforo cambia a rojo y el hombrecillo verde te insta a no cruzar abriendo imperiosamente los brazos.

Yo voy fijándome en todo, por calles anchas y desiertas en la mañana del domingo, con todas las tiendas cerradas, salvo las de souvenirs. Al desembocar en una avenida muy ancha, un letrero me indica que por una benéfica casualidad he llegado a la Unter den Linden. Ya dice Walter Benjamin que lo más difícil o lo más importante en una ciudad no es aprender a orientarse, sino aprender a perderse. Los tilos que le dan nombre están desnudos de hojas en la mañana de noviembre invernal. Las hojas caídas llenan la anchura de las aceras con su tapiz binario de haces amarillos y enveses blancos. En Berlín la historia se hace visible de un momento a otro con la cercanía amenazadora de un cable de alta tensión del que no hay manera de sentirse a salvo. A lo lejos, hacia el este, la avenida termina en una de esas torres de televisión que parecen monumentos de futurismo obsoleto. Hacia el oeste está la puerta de Brandeburgo. Aquí es el pasado lo que estremece la conciencia.

Voy a atravesar y por una vez hay algo que distrae mi admiración del hombrecillo verde: un edifico que es como una fortaleza y como una placa colosal de hielo antártico, que ocupa entera una manzana ingente, con verjas altas, columnas de mármol, estatuas gigantes en las cornisas, escudos labrados en piedra. Las estatuas son obreros y obreras de musculaturas ciclópeas. En los escudos están labrados hoces y martillos que irradian haces de banderas. Uno se va acercando al edificio y su estatura se reduce a las dimensiones de la figurilla verde del semáforo. El edificio es la Embajada de Rusia, la antigua Embajada de la Unión Soviética en Alemania Oriental. Hay que fijarse siempre mucho en la arquitectura, porque lo explica todo, incluso lo que está queriendo ocultar. En la embajada soviética podía haber cabido todo un ejército de ocupación.

En el escaparate de una dependencia del parlamento alemán veo una foto de un hombre gordito, con bigote y gafas. Tiene aspecto de dignidad y tristeza. Resulta ser Matthias Erzberger, un parlamentario del Centro Católico al que le tocó la desdicha de representar a la Alemania vencida en el acto de la rendición frente a los Aliados. Los generales eran los responsables de la derrota del país, pero lo mandaron a él y se quitaron de en medio, y así pudieron alimentar el embuste de que habían sido los políticos de Weimar, muchos de ellos judíos, los que habían traicionado a la patria. Erzberger fue asesinado en 1921 por uno de esos dementes del honor nacional que ya estaban esparciendo la semilla inmunda del nazismo. Más allá de la puerta de Brandeburgo, por la explanada que bordea la amplitud de bosque otoñal del Tiergarten, un hombre camina solitariamente sosteniendo un cartel con la efemérides del día: hoy es 11 de noviembre. Hace un siglo justo que terminó la I Guerra Mundial y que empezó todo lo que iba a venir después, a esta ciudad y al mundo entero. El pasado es ahora. La historia tiembla aquí y ahora como un suelo sísmico. El pasado más negro fue ayer y puede ser mañana.

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