Las profecías
Hace 10 años, los expertos vaticinaron que hoy el libro electrónico habría dejado fuera de juego al de papel


Según se sabe, es muy difícil hacer profecías, especialmente sobre el porvenir. En una crónica desde la Feria de Fráncfort, Carles Geli conmemora el décimo aniversario de una profecía que en aquella época se repitió mucho, da la impresión de que con la esperanza de que se cumpliría a fuerza de insistir en ella. Dice Geli que fue en la feria de aquel año cuando los habituales expertos anunciaron que en el plazo de los siguientes 10 años el libro electrónico habría dejado fuera de juego al libro de papel. Los profetas económicos y tecnológicos hablan con el mismo fundamento que los echadores de cartas y que los vaticinadores a fecha fija del fin del mundo, y lo mismo que ellos se las arreglan para conservar su prestigio después de que no hayan acertado ninguna de sus predicciones.
Hay esnobismos específicos. En mi juventud estaba el de la jerga marxista en la literatura y en el arte, por no hablar de otro, bastante más dañino, que era el de la fascinación por el terrorismo político. Me acuerdo de un filósofo de escuela foucaultiana francesa que calificaba admirativamente a la banda ETA de “movimiento rizomático”. Desde hace ya bastantes años, el esnobismo más irrefutable es el de la tecnología. Un artista conocido mío me aseguraba que el fax era una de las herramientas creativas del futuro. El fax se quedó hace mucho en el vertedero y el limbo de las máquinas obsoletas, y el mismo destino inmediato parecía aguardar en 2008 al libro de papel, esa antigualla de la Edad Media tardía.
A los expertos nunca se sabe bien quién les ha dado sus credenciales, pero les basta hablar en ciertos púlpitos, con una cierta entonación, y usar algunos términos fetiche. Se ve que no hay manera de salir de la fascinación por lo sacerdotal. En 2008 el Kindle era una novedad entre resplandeciente y amenazadora que no había llegado todavía a España. Yo me compré uno en Estados Unidos, por pura curiosidad y porque era evidente que ofrecería unas cuantas ventajas, sobre todo la de satisfacer la avidez que sentimos algunos por leer cuanto antes un libro que nos parece prometedor, que acabamos de ver reseñado, que nos apetece leer por puro capricho un domingo a media noche. Nicholson Baker había escrito en The New Yorker un testimonio detallado sobre ese tipo de lectura que entonces era todavía una novedad. Sin duda era una muestra loable de empirismo anglosajón: en lugar de escribir jeremiadas sobre el final del libro en papel, o de adherirse al papanatismo de lo último, Nicholson Baker se compró un Kindle y probó a leer en él, a ver qué pasaba. Según recuerdo, su dictamen fue entre favorable y escéptico, pero a mí me alentó a “vivir la experiencia”, como diría ahora un publicitario.
Lo que tiendo a leer en el Kindle son libros de historia o de divulgación, pero rara vez novelas, y menos aún poesía
Ya había caído Lehman Brothers, y en Estados Unidos estaba empezando a desmoronarse el castillo de naipes de las hipotecas basura, justo al poco tiempo de que otro acreditado profeta, Alan Greenspan, vaticinara un porvenir de creciente prosperidad sin sobresaltos. Nuestros profetas locales aseguraban mientras tanto que el sistema bancario español era mucho más robusto que el americano, y que a nosotros la crisis no iba a alcanzarnos. Pero uno anda siempre distraído en sus cosas y presta menos atención a los hechos públicos de lo que luego cree recordar. Me aficioné muy pronto a leer en el Kindle, en parte por novelería, y por el capricho de comprar libros al instante, en parte también por su utilidad indudable. Sin darme mucha cuenta, me sometía a mí mismo a un experimento: con el tiempo, comprobé que lo que tendía a leer en el Kindle eran libros de historia o de divulgación, pero que rara vez lo usaba para leer novelas, y menos aún poesía. Ese patrón se ha prolongado a lo largo de los 10 años que llevo usando el e-book. Es un complemento útil para mí, pero en lugar de sustituir mis antiguos hábitos de lectura se ha agregado a ellos.
A pesar de las predicciones tranquilizadoras de nuestros expertos, la economía española se hundió, y con ella el mercado del libro, en parte por el descalabro general, y porque en casi nada se recorta con tanta eficacia en nuestro país como en cosas esenciales, como la sanidad, la educación y la cultura. Las bibliotecas públicas y escolares dejaron de comprar libros, y aunque hubo urgencia por ayudar a los bancos en crisis y a la industria del automóvil, no hubo ayuda ninguna para la industria editorial y la red de librerías, que tantos puestos de trabajo sostienen. Fue, por decirlo en el lenguaje del estilismo periodístico, una tormenta perfecta, agravada por el advenimiento y la generalización impune de la piratería. A las Administraciones públicas no les bastaba con esquilmar la educación y la cultura con el mismo empeño que la sanidad o los servicios sociales: durante mucho tiempo, en los peores años, por cobardía y demagogia, por el puro gusto de promover la ignorancia, permitieron el desamparo y el despojo de todos los trabajos creativos no haciendo nada contra la piratería, que de ser un robo se convirtió en un mérito, y un mérito cool, y hasta progresista.
Por entonces estaba de moda que a los escritores les preguntaran sobre el futuro de la literatura en la época de las nuevas tecnologías. Habituado al Kindle y a leer cosas y a documentarme en Internet, yo intuía que el libro en papel podía ser más perdurable de lo que se profetizaba, y no por razones de nostalgia, sino de eficiencia tecnológica. El libro, el libro impreso y tangible, manejable, fácil de guardar, sin peligro de descarga de batería, es un diseño muy práctico, al mismo tiempo resistente y flexible, barato de producir, una obra maestra de simplicidad y eficacia, como una cuchara o un vaso o un velero. No leemos solo con la mirada, igual que no nos situamos delante de un cuadro o de un edificio solo con los ojos: el tacto, las yemas de los dedos, el cuerpo entero forman parte de nuestro equipaje cognitivo. No sé qué será del libro en papel y del libro electrónico y de la lectura o de la atención y del grado de justicia social necesario para sostenerla dentro de 10 años. No lo sabe nadie, y menos que nadie los que creen saberlo. De lo que estoy seguro es de que seguirá habiendo grupos dispersos de escritores y lectores que seguirán compartiendo el gran secreto a voces de la literatura.
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