Otro futuro
Las caras descompuestas por el odio y los gritos de supremacía blanca ya no están solo en las filmaciones de los sesenta
Hace ya más de cuatro años viajé a Memphis, en Tennessee, para ver con mis propios ojos los lugares donde habían sucedido los últimos días de la vida de Martin Luther King. El downtown de Memphis —el equivalente inexacto de lo que llamamos el centro en una ciudad europea— conservaba una parte de antigua gloria fantasmal y otra de deterioro y ruina sin remedio. El coche, la vivienda aislada con jardín, los shopping malls han propiciado durante décadas un abandono de los antiguos centros urbanos que solo en los últimos tiempos ha empezado a revertir, al menos hasta cierto punto. Estudios de artistas y diseñadores, restaurantes de moda, tiendas de antigüedades ocupan ahora espacios industriales o antiguos comercios o talleres salvados de la ruina. Durante mucho tiempo, los únicos habitantes de los cascos urbanos fueron los pobres, incluidos los marginales. Ahora los hijos y nietos de las clases medias que se marchaban a los suburbios huyendo de la inseguridad y la mugre hacen el viaje inverso y ocupan apartamentos de alto precio en antiguos edificios restaurados, y frecuentan las tiendas de alimentos biológicos y los cafés con wifi que han sustituido a los antiguos ultramarinos y talleres. Los habitantes pobres han desaparecido sin rastro. Quedan mendigos pidiendo en algunas esquinas, y a veces enfermos mentales que gesticulan y hablan a solas por la calle, duermen en cualquier rincón y acaban con frecuencia en la cárcel, ya que no hay instituciones públicas de salud mental que los acojan.
En Memphis, va a hacer ahora cinco años, ese proceso estaba en marcha. La histórica calle Beale, inmortalizada en las letras de blues, era poco más que un parque temático con restaurantes de comida sureña y bares ásperos de autenticidad dudosa y música en vivo, aparte de las habituales tiendas de souvenirs turísticos. Por Beale Street había transcurrido en 1968 la manifestación de apoyo a la huelga de los trabajadores de la recogida de basuras que presidió Martin Luther King unas semanas antes de ser asesinado. Una caminata de 20 minutos escasos separa Beale Street del antiguo Lorraine Motel, donde Luther King cayó abatido por un único disparo de rifle el 4 de abril de 1968, y donde ahora está instalado el Museo de los Derechos Civiles. Para llegar a él se atravesaba una zona de antiguas fábricas y almacenes de una gran desolación. Los tejidos sintéticos y el algodón barato de Asia arruinaron la gran riqueza comercial de Memphis. El colapso del transporte por ferrocarril dejó casi desierto ese barrio de hoteles y almacenes en las cercanías de la estación. En un hotel gigante abandonado hacía mucho tiempo, con todas las puertas y las ventanas tapiadas, un árbol de feracidad sureña había arraigado en uno de los últimos pisos y extendía sus ramas fuera del balcón.
Durante aquellos días yo tuve la sensación de estar sumergiéndome en el pasado. La violencia extrema de la segregación racial, el legado cruel de la esclavitud eran hechos históricos confinados en una distancia temporal de la que daba pleno testimonio el museo. En él estaba contenido, con admirable rigor documental y claridad pedagógica, el heroísmo de la lucha por los derechos civiles, más sobrecogedor aún porque se había ejercido con una observancia inflexible de la no violencia. El pasado adquiría su plena sacralidad en las pantallas donde se proyectaban dos de los grandes discursos de Martin Luther King, el que dio al final de la marcha sobre Washington en 1963, y el de la noche del 3 de abril de 1968, cuando le quedaban menos de 24 horas de vida.
La peor ingenuidad de una persona progresista es dar por supuestas libertades que costó mucho ganar
A lo largo de la Main Street de Memphis circulan tranvías. Son viejos, muchos de ellos destartalados, y de modelos distintos, como si los hubieran ido adquiriendo de saldo. Una mañana el tranvía en el que íbamos se detuvo de golpe entre dos paradas. Una mujer policía le había hecho una señal al conductor. Junto a ella había una negra anciana, muy frágil, con el pelo blanco, con un bastón. Entre la policía y el conductor la ayudaron a subir al tranvía, y luego a sentarse. La persona que ocupaba el asiento junto a la entrada se levantó para ofrecérselo a aquella señora. La mujer policía y el conductor eran blancos: también el pasajero que cedió su asiento. Viendo a la anciana perfilada contra la ventanilla pensé que tenía edad para haber vivido los años atroces de la segregación y luego los de las luchas y las conquistas de los derechos civiles: ese acto tan normal en el que nadie reparaba, tal vez ni ella misma, era una prueba de todo lo ganado. Al fin y al cabo en el comienzo de todo había estado la decisión valerosa y tranquila de Rosa Parks de no levantarse de un asiento de autobús. Como otras veces, lo que me empujaba a escribir una novela era la voluntad de reconstruir y habitar un pasado no vivido por mí, pero sí inscrito en mi propia vida con una intensidad semejante a la de un recuerdo personal, a la de la militancia en una causa que racional y visceralmente es la mía.
De una manera gradual, desde aquel viaje a Memphis, a lo largo de estos años, he tenido la sensación de que el pasado histórico, en lugar de alejarse, de seguir remansándose en conmemoraciones y museos, se vuelve cada vez más presente. Las caras descompuestas por el fanatismo y el odio y los gritos de supremacía blanca ya no están solo en las filmaciones en blanco y negro de los años sesenta. Es muy probable que en 2014 yo fuera más ingenuo de lo que hubiera debido, pero nada parecía vaticinar entonces la presidencia de Donald Trump, ni la desvergüenza de sus apelaciones al racismo y a la xenofobia, ni la grosería de su lenguaje hacia las mujeres, coreada con júbilo escalofriante por su público, hombres y mujeres, imitada por los demagogos y aspirantes a déspotas que en medio mundo, la Europa democrática incluida, están tomando su ejemplo y recibiendo su apoyo.
No era éste el futuro que uno podía imaginar en 2014. La peor ingenuidad de una persona progresista es dar por supuestas libertades que costó mucho ganar, derechos que parecen todavía más indiscutibles porque forman parte de la simple dignidad humana. El coraje cívico atestiguado por las fotografías y las filmaciones en el museo de Memphis es cada día menos un recordatorio histórico: es una advertencia y un manual de instrucciones para el porvenir. Pero ahora los adversarios son todavía más poderosos que entonces. Tienen mucho más dinero y mucha más capacidad de dominar y mentir.
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