Memoria fotográfica
La mirada se vuelve tacto en las fotos de Carlos Saura. Las veo y me parece que toco esos materiales olvidados
Si no fuera por las fotos de Carlos Saura, sabríamos mucho menos de la España ahora perdida que él vio en su juventud. La cronología es engañosa. Los años cincuenta del siglo pasado nos parecen relativamente cercanos, a algunos de nosotros porque los vivimos, a otros por los relatos históricos, o por las películas o las series de época. Los años cincuenta, los primeros sesenta, son una vaguedad de blanco y negro y de dictadura, de uniformes y sotanas. Pero es una familiaridad falsa, incluso para los que conservamos algunos recuerdos de niñez, o para los ancianos, los que sobreviven, que entonces eran nuestros padres muy jóvenes.
La memoria es mucho más frágil de lo que parece. No hay un archivo mental al que recurrimos cada vez que recordamos algo, como si consultáramos un documento más o menos bien preservado; cada vez que se invoca un recuerdo se lo está construyendo en el presente; y cada invocación lo modifica y lo deforma, tiñéndolo con el estado emocional de este momento, más que del pasado. La memoria consciente es frágil, muy inexacta, engañosa porque concede una certeza que no se corresponde con la realidad. Y los relatos de los testigos, por muy fieles que sean, están hechos al fin y al cabo con palabras, y las palabras, hasta las más precisas, son demasiado abstractas. Es el problema de las descripciones en la literatura: una gran parte de ellas son inútiles, porque el lector se aturde y pierde muy rápido la atención.
Las personas se mueren y el mundo que vivieron desaparece con ellas en un apocalipsis invisible. El pasado tal como fue solo lo preserva la fotografía. Carlos Saura tiene motivos para saberlo. Iba por los pueblos pobres de España con una cámara al hombro cuando tenía 20 años y sigue haciéndolo ahora que es un viejo magnífico de ochenta y tantos. La misma naturalidad compositiva que hay en sus fotos está en las palabras con las que se explica: “Soy un fotógrafo apasionado que va por la vida con una pequeña cámara digital observando a quienes me rodean, y guardo y conservo las imágenes que con ella obtengo por su valor documental o porque representan un momento de mi vida”. Su estudio es un cuarto misterioso en el que pasa muchas horas rodeado de todo tipo de cámaras fotográficas. Cuando empezó a hacer películas, su mirada sobre los personajes y los lugares fue tan penetrante porque era una mirada hipnótica e hipnotizada de fotógrafo. Había una curiosidad efectivamente apasionada en aquel muchacho que se echó a los caminos de un país paralizado en el atraso, en una pobreza de la que no puede dar testimonio ninguna descripción con palabras, y que ni la ambientación más meticulosa podrá nunca reproducir en el cine.
Ahora hay una muestra de su trabajo de aquellos años en la librería La Fábrica, en una sala cuyo espacio reducido favorece la contemplación. Bajé unas escaleras y fue como bajar a una cripta del pasado. Cosas olvidadas hace mucho tiempo aparecían ante mis ojos con una fidelidad en los detalles que sería inaccesible para la memoria. Son fotos de pueblos con las casas encaladas y un empedrado siempre desigual en las calles; fotos de tareas domésticas o de trabajos en el campo, de niños que juegan, de niños que cuidan a otros niños, de mujeres que hablan en la zona de penumbra a la puerta de una casa y que van a recoger agua a la fuente con cántaros de barro. Hay fotos sobre todo de Castilla y de la Andalucía interior. En casi todas ellas la luz tiene una dureza de sol a media mañana, de campos con pocos árboles y caminos de tierra. Es el sol del que procuraba protegerse cuando yo era niño la gente campesina: buscando siempre una sombra posible, un poco de fresco, cubriéndose con anchos sombreros de paja.
La mirada se vuelve tacto en las fotos de Saura. Las veo y me parece que toco esos materiales olvidados, que desaparecieron al mismo tiempo que se acababa aquel mundo y con él la pobreza extrema: toco de nuevo la paja del sombrero que me ponía mi padre y el esparto tan áspero del serón en el que llevaban la carga los burros y los mulos; toco la cal desconchada de las paredes, los guijarros del empedrado entre los que crecía la hierba, y en el que buscábamos insectos los niños, mariquitas, hormigas, escarabajos; toco la tela polvorienta de las boinas, y la pana de los pantalones de los hombres, que hacía un ruido particular de frotación cuando caminaban enérgicamente. En esta época de superficies lisas y pulsaciones de efecto inmediato es muy difícil imaginar aquel mundo en el que casi todo era áspero al tacto y en el que cada tarea se cumplía con mucho esfuerzo y con agotadora lentitud.
También es muy difícil imaginar ahora cómo eran los niños, los niños pobres de pueblo, las niñas atónitas vestidas de comunión con encajes de vírgenes barrocas de cera, los niños de cabezas peladas y flequillos rectos que iban vestidos de viejos, con boinas, con las chaquetas deformadas y remendadas que habían pertenecido a sus padres, con los pantalones demasiado grandes de sus hermanos mayores, sujetos con correas o con trozos de cuerda. La mirada de Carlos Saura es cordial con los adultos y los viejos y delicada con los niños. Los niños, en el pasado, no van vestidos de niños y pululan por las calles tan numerosos como bandas de gorriones, en pueblos o barriadas populares que ahora estarán desiertos. Son niños graves que cuidan de sus hermanos menores: que los llevan en brazos, o tomados de la mano, como niños antiguos en un cuento. No hace tanto tiempo: esos niños de las fotos de Saura son abuelos ahora. Somos, ya.
Saura abraza por igual la libertad de la invención estética y la fuerza documental, que en ningún otro arte se combinan con tanta eficacia como en la fotografía, igual que se combinaron excepcionalmente en esa breve edad de oro del cine que fue el neorrealismo italiano. Me pregunto qué sintió un día de la semana pasada, cuando vio esas fotos de hace tantos años colgadas en las paredes de una galería, qué recuerdos le volvieron de entonces, de la vida en aquel país que muy pocas personas saben ya cuánto ha cambiado. Él mismo escribe: “Quizás el fotógrafo no se da cuenta de que, en el momento en que acciona el disparador de la cámara, de un móvil, de una tableta, encapsula el pasado”.
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