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IDA Y VUELTA
Columna
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El paseo de Max Beckmann

La furia de los tiempos se corresponde con la de sus trazos de contornos negros que él quería que fueran como cuchilladas

Antonio Muñoz Molina
Una mujer contempla 'Autorretrato con copa de champán', expuesto en el Thyssen.
Una mujer contempla 'Autorretrato con copa de champán', expuesto en el Thyssen.

La tarde del 27 de diciembre de 1950 Max ­Beckmann salió de su apartamento en la calle 69 oeste de Nueva York con la intención de ir al Metropolitan Museum, a ver una exposición en la que estaba incluido uno de sus cuadros, el último de los diversos autorretratos que había ido pintando a lo largo de su vida. Beckmann, que admiraba a Rembrandt y a Goya, había aprendido de ellos la insistencia en el autorretrato a la vez como velada y explícita confesión íntima y como desafío formal. Su aspecto esa tarde podemos imaginarlo mejor según una serie de fotos de carnet que se hizo por entonces, parte de la documentación necesaria para adquirir por fin la ciudadanía americana: la cabeza ancha y grande, magnificada por la calva, la expresión tenaz, el abrigo que subraya lo macizo de su anatomía. En esas fotos reconocemos a la figura de los autorretratos, aunque no la agudeza adivinatoria con que mira en ellos, la tensión interior de arrogancia y vulnerabilidad de artista. Esa tarde Max Beckmann se pondría el abrigo y la bufanda que lleva en las fotos, dispuesto a disfrutar de un paseo enérgico a través del parque. Antes o después de un día de trabajo y máxima concentración en el estudio le gustaba darse una buena caminata. Justo esa mañana acababa de terminar un tríptico en el que había trabajado durante meses, Los argonautas. Le había puesto ese título cuando la obra ya estaba avanzada, y no por alusión a un motivo que lo hubiera inspirado, sino por el efecto azaroso de un sueño.

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La normalidad laboriosa del día era más valiosa para Beckmann porque contrastaba con las angustias, las incertidumbres, las amenazas que habían sobresaltado su vida desde 1933, cuando el Gobierno nazi lo expulsó de su puesto de profesor de Arte en Fráncfort poco antes de hacer inviable su carrera como pintor, al incluirlo en la categoría infame del “arte degenerado”. Que cada uno mire dentro de sí mismo: que intente imaginar lo que sería encontrarse de la noche a la mañana convertido en proscrito, pasar de profesor respetado y pintor con galerías y clientes a expulsado del orden social, comprobar que todo lo que tienes y lo que das por supuesto te puede ser arrebatado sin miramiento, encontrarte como fugitivo en un tren camino del exilio, sin otra compañía que la de tu mujer, tan indeseable como tú, con solo una pequeña maleta para que la policía no sospeche en la frontera y te envíe de vuelta, con unos pocos marcos en el bolsillo, porque es delito sacar algo más de dinero del país. En un autorretrato pintado poco después, ya en la seguridad relativa de Ámsterdam, Beckmann se representa con una palidez lívida, delante de una reja de prisión, libre pero con las manos esposadas, aunque las esposas tienen puesta la llave.

Había pensado instalarse en París y luego en Estados Unidos, pero el estallido de la guerra en mayo de 1940 los sorprendió a él y a su mujer en Ámsterdam. Habían escapado a tiempo de Alemania, pero la Alemania para la que ya no eran ciudadanos los volvió a atrapar cuando el Ejército de Hitler ocupó Holanda. Algunos cuadros magníficos de libertad formal e invención narrativa, de efervescencia sensual y puro espanto, están fechados durante los años de la guerra. Beckmann y la bella Quappi, a la que había retratado con una delicadeza poética próxima a Matisse en los primeros años treinta, con un suéter rosa, con un turbante rosa y un cigarrillo acercándose a los labios, sobrevivieron en Ámsterdam al invierno del terror y del hambre, entre 1944 y 1945. Pero el final de la guerra no les trajo la tranquilidad: después de haber sido fugitivos y apátridas, ahora, en la Holanda recién liberada, eran de repente ciudadanos de un país enemigo. De nuevo corrían el peligro de la cárcel y de la deportación. En 1947 consiguieron por fin llegar precariamente a Estados Unidos. Allí Beckmann tenía admiradores y galeristas, museos dispuestos a enseñar su obra, universidades que le ofrecían puestos de profesor. Pero por los tortuosos azares de la burocracia inmigratoria de nuevo estaban en peligro de que los confinaran en Ellis Island y los devolvieran a una Alemania arruinada e inhóspita a la que preferían no regresar.

Esa tarde de finales de diciembre Max Beckmann por fin podía concederse una dosis de calma, hasta de orgullo recobrado de artista. Otros exiliados alemanes habían tenido mucha menos fortuna: Grosz sobrevivió tristemente en Nueva York sin conseguir ningún reconocimiento, desalentado y viejo, en una triste decadencia como dibujante y pintor. La vocación de Beckmann, su inspiración, su talento se habían mantenido en una fecundidad poderosa desde los primeros años del siglo, con grandes vaivenes de estilo pero con una furia creativa cada vez mayor, con rabia y entusiasmo, con la misma vehemencia en la denuncia y en la celebración, en la burla carnavalesca y la sugestión del misterio. De una sala a otra del Thyssen la vida y la obra de Max Beckmann atraviesan sin claudicación ni respiro la primera mitad del siglo XX, desde Berlín a Nueva York, desde las vísperas de la I Guerra Mundial a las negruras europeas que no terminaron con el final de la segunda. En ningún momento Beckmann dejó de pintar ni dejó de mirar el mundo en convulsión perpetua que lo rodeaba, ni de disfrutarlo y padecerlo. El dandi con esmoquin y copa de champán de los primeros años veinte es el desterrado que se retrata lúgubremente con una corneta de payaso y un albornoz a rayas en 1938, cuando ya se había quedado sin país y sin perspectivas verosímiles de futuro. La furia de los tiempos se corresponde con la de sus trazos de contornos negros que él quería que fueran como cuchilladas.

Le gustaba pintar trípticos con escenas como de mitologías secretas: azules del Mediterráneo, barcos de argonautas, héroes arcaicos con coronas y espadas. Vivía en Estados Unidos pero su mundo visual era el de la imaginación y el de la memoria. Ahora, en 1950, tenía un apartamento en Nueva York, en un barrio lleno de expatriados europeos, un grado satisfactorio de reconocimiento, hasta de sosiego. Max Beckmann salió de su casa en la calle 69 pero no llegó muy lejos. Su mujer no había querido decirle que estaba mucho más enfermo del corazón de lo que él imaginaba. A los 66 años, Max Beckmann cayó muerto de un infarto en la esquina de la calle 61 y Central Park West, a un paso del parque que ya no iba a cruzar.

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