Libertad de expresión
Si hay una libertad que no está en peligro es la que ejercen Trump y Bolsonaro: la de ofender a los débiles, los raros, los marginados
Está de moda la queja de que, por culpa de la llamada corrección política, la libertad de expresión se encuentra en peligro. Lo escucho y lo veo escrito con cierta frecuencia, en un tono de alarma, aunque también de orgullosa disidencia, hasta de cierto heroísmo. Nada hay más halagador que sentirse heroico o perseguido sin ningún peligro. Los nuevos héroes de la libertad de expresión lamentan que los censores de la ortodoxia progresista o del buenismo no quieren dejarles llamar a las cosas por su nombre, al pan pan y al vino vino, a los cojos cojos y negros a los negros.
El derecho sagrado a la creatividad, a la irreverencia del humor, está en peligro porque ya no puede ejercerse el antiguo ingenio español de los chistes de maricones, o de monjas ardientes que aspiran a ser violadas, por no hablar de aquellos añorados chistes de tontos en los que mostró su genialidad el premio Nobel de Literatura Camilo José Cela. En ese pozo sin fondo de basura tóxica que es Twitter alguien muestra su talento natural y ejerce su libertad de expresión celebrando que a Federico García Lorca le pegaran un tiro “en el culo, por maricón”. Es una gracia de mucha tradición. Verdugos bien conocidos en Granada se ufanaron durante años en las tabernas de borrachos pendencieros de haber ejecutado personalmente y con ese procedimiento al poeta.
Ahora personas de mente estrecha se ofenden —nos ofendemos— y el humorista y sus celebradores cierran filas en una proclama de heroísmo, pero también de sofistería: quien dijo lo que dijo ejercía su libertad, su rebeldía contra la asfixiante corrección política; pero en realidad no dijo lo que parecía decir, porque estaba haciendo una frase humorística, una provocación tan sutil que solo mentes toscas y beatas podían caer en la trampa y sentirse ofendidas.
Los años y la experiencia directa y nunca olvidada de las cosas lo vuelven a uno más sensible a ciertas mentiras. Cuando era muy joven viví bajo una dictadura, así que sé cuál es la diferencia entre la censura y la libertad de expresión, y el precio que algunas personas valerosas tuvieron que pagar para ejercer la suya. Mejor todavía me acuerdo, porque de esto hace muchos menos años, de cuánto la gente se jugaba la vida por alzar la voz contra los pistoleros de ETA y sus secuaces políticos, y no solo en el País Vasco. Muchos callaban, o callaban y otorgaban. Los que hablaban y escribían eran muy pocos y constituían blancos fáciles. Al periodista José Luis López de la Calle le pegó un tiro con gran valentía uno de aquellos gudaris tan celebrados cuando volvía una mañana de comprar el periódico.
Claro que hay amenazas contra la libertad de expresión. Para sentir un escalofrío en la espalda basta mirar esos vídeos de los actos electorales en Estados Unidos en los que Donald Trump señala desde el podio, con uno de sus ademanes mussolinianos, a los periodistas alineados en una grada del fondo. La chusma de sus fieles brutales se vuelve hacia ellos y les lanza una marea aterradora de insultos que muchas veces desembocan en agresiones físicas. En esta campaña los enviados de prensa y de televisión que cubren los mítines de Trump han tenido que contratar equipos de seguridad privada.
A los periodistas los persiguen y los encarcelan en medio mundo. A veces los matan. La libertad de expresión es un bien muy valioso y muy frágil, muy escaso. La información veraz y el pensamiento crítico son siempre incómodos para los poderosos, para los corruptos, los explotadores, porque ayudan a hacerse una idea clara del mundo. La libertad de espíritu engendra obras de imaginación que ponen en duda o someten a burla las convenciones sociales y estéticas, la propensión humana a la conformidad y al gregarismo. Pero el espacio para las rebeliones individuales es muy limitado: la investigación de un abuso o de una corruptela solo es factible cuando el periodista y el medio que la llevan a cabo cuentan con medios económicos que garanticen un grado decisivo de independencia.
En inglés free significa al mismo tiempo libre y gratuito, pero la información libre es cara de obtener y de difundir. Incluso ahora sabemos que la basura que tanta gente estaba dispuesta a consumir con tal de no pagar tampoco es gratis. Lo único gratuito en todo esto son los datos sobre la intimidad personal que todo el mundo regala tan generosamente a los magnates que se han hecho de oro con las redes sociales, y que se enriquecen más cada día, cada minuto, con cada gracieta o insulto o salivazo de veneno o despliegue narcisista que se vierte en ellas.
El problema no es que ya no se puedan decir en público ciertas palabras. Es justo el contrario: que ahora sí se pueden decir, y que del espacio bronco de las barras de los bares y de las pintadas de retrete se han extendido, en una especie de metástasis, a lo que antes era el espacio institucional y, por lo tanto, más o menos civilizado del debate público. También aquí la propia experiencia puede servir de algo. Nunca, en todos los años de mi vida adulta, he asistido, ni en mi país ni fuera de él, a un grado de violencia verbal como el que observo ahora, en páginas de Internet o en columnas de periódico, en declaraciones de políticos, en los discursos de aquellos que ostentan temiblemente el poder en los países dominadores del mundo.
No hay palabra de odio que no sea tóxica, incluso la que murmura alguien en una soledad rencorosa. Pero cuando las dice el presidente de Estados Unidos, o ahora el de Brasil, uno se da cuenta de que ha empezado otra época, y que ahora el odio es respetable, y legítimo, y que las palabras van a ser más dañinas que nunca. Si hay una libertad que ahora no está en peligro es justo la que ejercen con tanta desenvoltura Donald Trump y Bolsonaro y sus imitadores, sus clones, sus fieles innumerables: la de ofender a los débiles, a los perseguidos, a los raros, a las mujeres, a los negros, a los homosexuales, a los discapacitados, a los desposeídos, a las víctimas del abuso y de la injusticia. No hay peligro de que no se puedan hacer chistes cuando el presidente de Estados Unidos parodia en un acto público el habla y los movimientos de un discapacitado. Incluso es posible que esos chistes, que casualmente siempre se burlan de los mismos, no tengan ninguna gracia.
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