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IDA Y VUELTA
Columna
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Aquel hombre

Franco beato, militar, ultrarreaccionario, provinciano; Negrín librepensador, científico, viajero, republicano, vividor

Antonio Muñoz Molina
Juan Negrín, durante una visita al frente del Ebro en 1938.
Juan Negrín, durante una visita al frente del Ebro en 1938.

Enrique Moradiellos tiene un talento narrativo de historiador americano o británico y una capacidad doble para la profundidad investigadora y para la síntesis. Su libro escuetamente titulado 1936 es el mejor resumen que conozco de la Guerra Civil. Su biografía de Juan Negrín ofrece esa inmersión de largo aliento que suele considerarse exclusiva de las novelas, pero que yo encuentro con más frecuencia en el trabajo de los historiadores que combinan la pasión de descubrir y la pasión de contar. En ese libro uno encuentra la complejidad histórica de los tiempos que le tocó vivir a Juan Negrín y también el sentido inmediato de su carácter y hasta de su presencia física. En una época en la que el pasado español está cada vez más sometido a las simplificaciones y a los maniqueísmos de la ideología, y en la que el arte de la novela se pone con frecuencia al servicio de catecismos de buenos y malos, me da la impresión de que el trabajo de los historiadores es más que nunca el reducto del conocimiento riguroso y de esos valores de sutileza, ambigüedad y pluralismo de miradas que antes solíamos encontrar en las novelas.

Pocos personajes de ficción pueden competir en atractivo y en desmesura como aquel inmenso Juan Negrín que tuvo tanto que ver con lo mejor de la llamada Edad de Plata de la cultura española. Sabemos mucho de los poetas, los cineastas, los pintores, los gandules que confluyeron en los años veinte en los pisos nobles de la Residencia de Estudiantes. Pero se sabe mucho menos del sótano de ese mismo edificio en el que Juan Negrín estableció su laboratorio científico. En la biografía de Moradiellos uno aprende que Negrín forma parte de la genealogía de la ciencia española en la misma medida que en la de nuestra tradición democrática. Negrín exiliado en París y en Nueva York, expulsado del Partido Socialista, repudiado por los suyos, es una figura trágica, como Azaña en Montauban o Antonio Machado en Colliure.

El historiador, como el novelista, se siente unas veces tentado por la expansión y otras por la síntesis. Ser conciso sin simpleza es tan difícil como explorar la amplitud sin prolijidad innecesaria ni desorden. Ahora Moradiellos acaba de publicar un libro que, no solo por su brevedad, parece la antítesis de su biografía de Negrín. Y es que costaría mucho encontrar un personaje tan opuesto a él como su coetáneo exacto y enemigo el general Franco. Yo no creo que hubiera nunca dos Españas, ni siquiera cuando había dos bandos separados por un frente de guerra. Pero quizá sí hay, o hubo, dos modelos opuestos y del todo incompatibles de español, que en este caso habrían sido Francisco Franco y Juan Negrín. Franco pequeño, Negrín grandullón; Franco con voz de pito, Negrín con voz rotunda de gigante canario; Franco beato, militar, militarista, ultrarreaccionario, provinciano; Negrín librepensador, científico, viajero, republicano, vividor. Negrín presidió durante casi dos años angustiosos el Gobierno legítimo de la República; Franco se sumó arteramente a un golpe de Estado ya en marcha y se las arregló para alcanzar un poder absoluto, para mantener durante treinta y tantos años el espíritu de victoria y revancha sobre los vencidos. Franco murió en la cama en Madrid con 83 años después de una agonía lenta y cruel, y Negrín, que era solo unos meses mayor, a los 64, en París, de un ataque al corazón. Franco quiso ser enterrado en el mausoleo necrófilo del Valle de los Caídos; Negrín pidió que en la lápida de su tumba, en el cementerio del Père-Lachaise, sólo estuvieran las iniciales de su nombre.

El trabajo de los historiadores es más que nunca el reducto del conocimiento riguroso y de esos valores de sutileza, ambigüedad y pluralismo de miradas que antes solíamos encontrar en las novelas

Cuando yo era niño, Negrín y Azaña eran raros nombres exóticos que pronunciaba con reverencia y misterio mi abuelo materno. Infaliblemente, cada vez que comíamos lentejas, mi abuelo decía: “Las píldoras del doctor Negrín”, porque era así como se las llamaba en las hambres de la guerra cuando no había otro alimento disponible.

Franco era una figura que oscilaba entre la omnipresencia y la invisibilidad. Su foto estaba en las aulas de la escuela, a la derecha del crucifijo. A la izquierda estaba siempre la foto de José Antonio Primo de Rivera. Franco aparecía siempre en los noticiarios patrióticos que pasaban en el cine antes de las películas, pero en ese rato todo el mundo andaba distraído y no prestaba la menor atención ni a las imágenes en blanco y negro ni a las voces vibrantes de los locutores. Hablo de los años anteriores a la llegada de la televisión a las casas de familias trabajadoras en el interior de Andalucía. Franco era esa vocecilla sin cuerpo y casi sin volumen en la radio, a media noche, el último día del año. Una vez, en la escuela, nos concentraron a todos en un patio muy grande y nos dijeron que iba a llegar Franco. Yo era muy pequeño, perdido en una fila, entre centenares de niños con mandiles azules. En un momento dado alguien dio la señal de aplaudir, pero yo no vi nada, y un momento después toda aquella expectación había terminado. Franco debía de ser invisible.

Dar cuenta de alguien tan desmedido como Juan Negrín requiere de un historiador un esfuerzo casi de la misma escala que el propio personaje. Al tratar de Franco, Enrique Moradiellos se habrá encontrado, imagino que no sin estupor, con el caso contrario. Franco resulta tan banal que no parece que su biografía pueda ser mucho más larga que su necrológica o que la enumeración administrativa de una hoja de servicios. Moradiellos ha consultado con mucha atención los testimonios de personas que estuvieron muy cerca del tirano y que publicaron libros impagables después de su muerte: dos de sus médicos, además de su primo y secretario personal, el teniente general Franco Salgado-Araujo. Franco fue toda su vida un déspota frío y un beato de misa y rosario, un verdugo sin remordimientos y una especie de funcionario que al caer la tarde se pone las zapatillas de fieltro y se sienta a ver la televisión en una mesa camilla al calor del brasero, un intrigante resabiado que se las arregla para amarrarse al poder como un mejillón a una roca, y un abuelo que por nada del mundo se pierde un partido de fútbol en la tele y cada domingo por la noche comprueba los resultados de las quinielas, a ver si le ha tocado algo.

Franco acertó una vez una quiniela de 14 y sin que nadie se enterara cobró un millón de pesetas.

Franco. Anatomía de un dictador. Enrique Moradiellos. Turner, 2018. 320 páginas. 22,90 euros.

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