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Crítica | Bernarda
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Desdibujando a Lorca

Con violentos desniveles en la dramaturgia y un marcado desaliño general, parece rodada y montada contra el texto y contra sus intérpretes

Desde la izquierda, Assumpta Serna, Elisa Mouilaá y Miriam Díaz Aroca, en 'Bernarda'.
Desde la izquierda, Assumpta Serna, Elisa Mouilaá y Miriam Díaz Aroca, en 'Bernarda'.

Cuando el director Emilio Ruiz Barrachina decidió acercarse a la figura de Jesucristo en su polémica El discípulo (2010), su discurso creció y se desarrolló en los intersticios que separaban a una figura histórica de un icono religioso. Su película, áspera e imperfecta, partía de la confrontación entre la herencia y la contemporaneidad para abrir un diálogo orientado a cuestionar todo pensamiento dogmático. Desde entonces, la obra de ficción de este realizador formado en el ámbito del documental ha abordado la adaptación de imaginarios propios arraigados en un cierto realismo poético –La venta del paraíso (2012)- y ha tanteado lo que, en cierto sentido, también puede considerarse como una de las expresiones de lo sagrado: el teatro lorquiano. Tras trasladar Yerma a escenarios londinenses en una metaficcional versión del drama que tuvo un limitado recorrido en salas, el cineasta aplica ahora su particular estrategia cuestionadora a La casa de Bernarda Alba.

BERNARDA

Dirección: Emilio Ruiz Barrachina.

Intérpretes: Assumpta Serna, Victoria Abril, Miriam Díaz Aroca, Elisa Mouilaá.

Género: drama. España, 2018.

Duración: 93 minutos.

Rodada en la granadina fábrica de la Azucarera de Guadalfeo, en la Caleta de Salobreña, Bernarda toma la bastante temeraria decisión de extirpar su relato del claustrofóbico universo familiar para trasplantarlo a los bastidores de un moderno, aunque un tanto pintoresco, negocio de trata de blancas. Entre las intenciones de ese cambio de contexto quizá esté la de subrayar algo obvio –la vigencia de la opresión sobre la identidad femenina que retrataba Lorca- y la de ampliar el campo de batalla del simbolismo original, pero el conflicto gana gratuidad y pierde verosimilitud: ¿era necesario meter con calzador un flashback con ablación de clítoris para que el espectador entendiese que en ese enlutado grupo humano imaginado por el poeta granadino estaban sintetizadas todas las agresiones pasadas, presentes y futuras sobre el deseo femenino?

Con violentos desniveles en la dramaturgia, un marcado desaliño general que delata la inexistencia de una puesta en escena y el ingenuo empeño de mimetizar referentes como la orgía de Eyes Wide Shut (1999) en clave demasiado precaria, Bernarda parece rodada y montada contra el texto y contra sus intérpretes, asfixiando la musicalidad lorquiana entre acentos inarmónicos, un confuso tratamiento del espacio y abruptos cortes de plano.

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