Un suculento absurdo social
Para Antoni Miralda, al igual que para Velázquez, lo importante era la dignidad intelectual del trabajo, no si sus personajes eran secundarios
Cuando todo Madrid y media España se preparan para la conmemoración del bicentenario del Prado, el Premio Velázquez que acaba de ganar el artista barcelonés Antoni Miralda (Tarrasa, 1942) irrumpe en escena para crear una especie de gusto popular, que permitirá apreciar este reconocimiento en su dimensión más crítica e institucional. Diego Velázquez pintó borrachos, dioses, enanos, bufones, santos, príncipes y obreros. Representó la derrota de un pueblo (La rendición de Breda) como un pacto de caballeros, donde el honor entre vencedores y vencidos es el verdadero tema pictórico. En sus lienzos, los campesinos brindan con el dios Baco (Los borrachos) y las trabajadoras del telar de Santa Isabel hablan con Minerva disfrazada de anciana (Las hilanderas). En Las meninas, el pintor extiende el orden espacial del cuadro para incluir al espectador o, visto desde otro ángulo, baja a los reyes de su pedestal. Lo importante para Velázquez era la dignidad intelectual del trabajo, no si sus personajes eran secundarios.
Esa actitud como artista es inteligentemente absorbida por Miralda siglos después. Sus acciones en la calle, involucrando a subalternos y colectivos contestatarios, sus desfiles con carrozas donde parodia la especulación inmobiliaria y la confusión visual en el espacio público, los colores chillones de sus performances con comida, sus altares llenos de objetos kitsch, sus fiestas de la cosecha y su creencia de que la síntesis cultural puede mejorar la convivencia, desparraman radiaciones críticas y amenidad colectiva.
La cualidad más discernible de Miralda es que parece que le importe un pimiento el mercado y sus dobles agentes, y aunque los productos culinarios con los que atiborra a su público son intragables, acaban siendo un suculento absurdo social. El Velázquez que se le concede no hubiera sido posible sin sus cómplices, Bartomeu Marí, Vicente Todolí y Danielle Tilkin, en la organización de sus dos retrospectivas en el Palacio de Velázquez (2010), en el Macba y el Azkuna Centro (2016-2017). Los comisarios fijaron con humor y elegancia ese período del artista maduro que actúa como un niño: cuando el día parece muy largo y las cosas elementales, como la luz del sol, los olores y las mesas repletas de fruta y dulces eran el paraíso. Estos ingredientes están en el Prado de los Jerónimos, pero, ¿se atrevería la pinacoteca con esta grande bouffe?
Babelia
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