Muere Eduardo Arroyo, pintor clave del siglo XX y artista radical
El pintor, escultor y escritor fallece en Madrid a los 81 años. Su exuberante y bohemia personalidad, siempre dispuesta al combate de las ideas, marcó cinco décadas de la cultura española
Desde hacía algunos años vivió con una doliente obsesión: "¿Cuál será mi último cuadro?". Eduardo Arroyo lo repetía en algunas conversaciones a dos, mientras pintaba, esculpía, escribía compulsivamente y exponía por todas partes en una angustiosa —y terapéutica— huida hacia adelante. Él, que amaba el boxeo y acudía a las plazas de toros como un feligrés, se resistía al KO y escurría la parca a capotazos.
Pero en las últimas semanas intuyó la respuesta. Eran dos. Una pieza que terminó este verano en su casa de Robles de Laciana (León). Un óleo extraño que pintaba de noche, con dos submarinos acorralados en una entretela de fantasmagóricas imágenes. Y otro cuadro, que dejó a medias en su estudio de la calle de Costanilla de los Ángeles, en Madrid, sobre el que saldaba cuentas con los monstruos totalitarios de su bestiario particular: Stalin, Lenin, Mao… El primero lo mostró en fotos a sus amigos. El otro lo contó, pero no lo pudo acabar. Arroyo murió este domingo en su casa madrileña a los 81 años tras una lucha titánica con el cáncer. El tanatorio de San Isidro, en Madrid, acogerá hoy la última despedida al pintor, que será enterrado mañana lunes en Robles de Laciana.
También dejó listo un manuscrito de su interpretación de Los diez negritos a modo de última entrega de sus memorias. Completa así la trilogía compuesta también por Minuta de un testamento y Bambalinas, editados en Taurus y Galaxia Gutenberg. Este libro ya póstumo es un homenaje a Agatha Christie y a esa obra de suspense, ya saben, en la que van apareciendo cadáveres que rodean la escena y siembran inquietud. Fue una manera de reírse del destino.
Además, había dejado abierta su última exposición de esculturas en Segovia, inaugurada en el último Hay Festival y montada por él junto a Fabienne di Rocco, su más cercana colaboradora y comisaria de casi todas sus muestras. Preparaba dos más: una sobre sus pinitos de infancia en el Instituto Francés y otra en la sala del Botánico de Madrid, que le estaba organizando su amigo Alberto Anaut y de la que habló con él el jueves pasado. Fueron los coletazos a un año y medio hiperactivo, en el que arrasó con su antológica en la Fundación Maeght, de Saint-Paul-de-Vence (Francia) -donde solo antes habían expuesto un contado puñado de españoles: Picasso, Miró, Chillida, Tapies y Barceló-, su recorrido por el siglo XXI en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, invitado por Miguel Zugaza o el estand de EL PAÍS que preparó para Arco.
Así era Arroyo. Jamás decía que no a una propuesta que lo empujara y le invitara a dejar patente su originalidad de artista total: como creador plástico, escritor o escenógrafo. Como polemista, agitador, emprendedor y avivador de vocaciones ajenas en el arte, la literatura, la música, el periodismo…
Nació en plena guerra (Madrid, 1937). Pero lejos de caer preso de la doctrina nacional católica, sus padres lo metieron al Liceo Francés. Allí se aficionó a Balzac, a Voltaire, a Delacroix, a Rimbaud, a Baudelaire y a más remedios contra el oscurantismo al tiempo que ensayaba canastas como jugador del Real Madrid de baloncesto. Mientras, en los veranos de Robles de Laciana, por los montes de León, iba forjando algunos de sus símbolos al tiempo que cazaba moscas en la puerta de su casa junto a la abuela Concepción. En la fachada da fe de todo esto un insecto gigantesco que cubre la piedra a la vista para disgusto de algunos vecinos.
Ingresó en la Escuela de Periodismo de Madrid y pronto comprendió que el camino del futuro más próximo estaba en el exilio voluntario. Así que se fue a París -donde agitó el Mayo del 68 a base de carteles propios e impulsos iconoclastas- y a Roma, dos ciudades que se alternaron siempre en su imaginario creativo. Porque Arroyo era, ante todo, un artista europeo, con esa identidad heredera de la España abierta y tolerante que sembró la Institución Libre de Enseñanza, de la que bebió talante y cerró un círculo propio del azar, conviviendo en sus últimos 20 años con Isabel Azcárate, su mejor cómplice y heredera también de esa diáspora por Venezuela. Arroyo formó en esas conexiones medio clandestinas un nexo necesario entre aquella España arrojada al exilio con sus mejores armas y vocaciones, llamada a regenerar con cosmopolitismo, modernidad y rupturas su cuna en cuanto se reimplantara la democracia.
Y así volvió, a finales de los setenta, ya consagrado no solo como pintor y escritor, también como escenógrafo de ópera y teatro en todo el continente junto a su amigo Klaus Michael Grüber. Con él había debutado en 1969 en el Piccolo Teatro di Milano. La suya fue una relación fructífera y monógama que les hizo triunfar como tándem en Francia, Italia, Alemania, España o el Festival de Salzburgo, siempre de la mano, hasta 2008. Apenas le fue infiel en ese campo salvo para hacer algún trabajo con José Luis Gómez en España o para decorar el festival de música que durante 18 años desarrolló codo con codo con la pianista Rosa Torres-Pardo y la arquitecta Lourdes Manzano en su pueblo de León.
Por Europa había explorado la nueva figuración en los sesenta y se había convertido en un referente fuera y dentro de su país. Con tino, talento desmesurado y voz de indomable apátrida, empeñado en borrar fronteras para armar mundos, después de haberse lanzado al arte en París y expuesto con 22 años el Salón de la Jeune Peinture, hacia 1960.
La década de los setenta le sirvió para abrirse a América. Allí llegó a exponer en el Guggenheim de Nueva York, en 1984. A la par, iba regresando sin acabar de decidirse del todo a España. Pero no le faltó mucho para ser reconocido con una antológica en el Reina Sofía en 1998. Más tarde, en 2012, pudo presumir de ser de los pocos artistas vivos al que se le habían abierto las puertas del Museo del Prado. Fue con una reinterpretación de El cordero místico, de Jan van Eyck, encargo de Zugaza, entonces director de la pinacoteca.
En todas esas décadas no dejó de escribir. Su obra literaria posee un insólito estilo que aúna la erudición fregada con ironía, la precisión de la mirada de reportero, la maestría memorialística y la preclara teoría personal de la creación en cualquier campo. Lo mismo cuajó un perfil legendario del boxeador Panamá Al Brown, que confeccionó su propia e insólita guía del Museo del Prado en Al pie del cañón y el ensayo a capricho en Sardinas en aceite o El trío calaveras, por citar obra fundamental, más allá de sus tres tomos de memorias.
En todo salpicaba brillantez, coraje, mirada propia e irreverencia. Aunó una visión del mundo entrelazada y particular con cuadros que se podían leer y textos que conducían al lector hacia una orgía de imágenes. No se escabullía ante sus paradojas. Cuando lo entrevistabas respondía con tanta clarividencia en sus contradicciones que era capaz de decir una cosa y a la vez la contraria sin perder jamás la razón. Fue absolutamente inspirador y magistral en lo que quiso involucrarse. Todo lo hizo, como confiesa en su Minuta de un testamento, "con añoranza e impaciencia". Y así, también, se zampó la vida a carcajadas.
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