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Los juegos del caos bajo la ocupación

La trama de acción desenfrenada lleva hasta las pantallas globales una aproximación al conflicto con los palestinos

Los actores Lior Raz, izquierda, y Tsahi Halevi en una escena de la serie israelí 'Fauda'. En vídeo, tráiler de la segunda temporada.Vídeo: NETFLIX
Juan Carlos Sanz

Fauda equivale en árabe a caos y lío. Entre dos mundos irreconciliables a ambos lados de la Línea Verde que separa Israel de los territorios palestinos ocupados existen vasos comunicantes: siniestros puestos de control. Desde hace tres años, una serie de televisión con el pálpito del entretenimiento parece haber abierto una brecha de humanidad en las barreras.

A plena luz tamizada de los ocres de Oriente Próximo, Fauda (disponible en Netflix) muestra las tribulaciones de los mistaarvim (los que viven entre los árabes, en hebreo), de los comandos de la unidad del Ejército que opera clandestinamente en territorio ocupado. Actúan encubiertos, bajo la apariencia de palestinos que dominan el dialecto de Cisjordania, con el objetivo de abortar atentados suicidas. A veces no lo consiguen, pero casi siempre dejan una alta factura en bajas y estrés postraumático.

El ajuste de cuentas es el motor de la mayoría de las tramas en esta parte del mundo, donde entran en fricción culturas enfrentadas y las tres religiones del libro. El arte se limita a imitar la realidad en la producción de la plataforma televisiva Yes. En un conflicto que se nutre desde hace decenios de la sucesión de causas y efectos, el mensaje es lo de menos. Lo importante es la acción. La disputa es irresoluble y ambas partes son igual de responsables de la violencia, viene a reflejar esta serie escrita y dirigida por israelíes.

Como en la fábula animal de Orwell, unos pueden ser más iguales que otros. Habida cuenta de la desproporcionada ventaja militar en favor de Israel; ante la ausencia de legitimidad internacional —reiterada por la ONU— de la ocupación desde 1967, y teniendo en consideración que más de 600.000 colonos judíos se han asentado en Cisjordania y Jerusalén Este, el desequilibrio es patente. Aun así, israelíes y palestinos parecen haberse enganchado por igual a las dos temporadas de Fauda.

Lior Raz es el coguionista de la serie y el actor protagonista que da vida al imprevisible Doron Kavillio, arquetipo arrogante del israelí contemporáneo: cabeza rapada, camiseta raída y vaqueros viejos. Buscaba terapia como veterano de la unidad de infiltrados cuando ideó los primeros capítulos. Escrita al alimón con el periodista Avi Issacharoff, también curtido en los territorios ocupados en las filas del Ejército y excorresponsal de Asuntos Palestinos de Haaretz, el éxito de Fauda se asienta en la fórmula acción-emoción-ocupación. En la impostura de la intriga, nadie se fía finalmente de nadie.

Para la mayoría de los israelíes, la serie ha supuesto la oportunidad de asomarse a la calle palestina, aunque se ha rodado en la ciudad de Umm al Fahm, en el mismo límite de Israel sobre la Línea Verde. La sobredosis de acción desborda a menudo la credibilidad del argumento, que solo se salva por la complejidad de los personajes y la visión parcial del ecosistema de la ocupación.

“Hemos intentado mostrar a los israelíes tanto la realidad de los soldados que se infiltran en Cisjordania como la de los palestinos. El israelí medio solo los veía como terroristas”, explicaba el periodista Issacharoff a Foreign Policy ante el estreno de la segunda temporada. “Es la primera serie israelí que ofrece también una narrativa palestina; se pueden captar las emociones de alguien que actúa como un terrorista”, escribía entonces Itay Stern, crítico de televisión de Haaretz.

Alma de ‘thiller’

“Somos perros de presa. No estamos entrenados para pensar; si lo haces, te quedas petrificado por el miedo”, reflexiona en voz alta uno de los mistaarvim en una secuencia de la serie. Poco antes de que se emitieran los nuevos capítulos, fue la realidad la que imitó al arte el pasado mes de marzo en el campus de Birzeit, la universidad palestina próxima a Ramala. El presidente del sindicato de estudiantes, Omar Kiswani, militante de Hamás, fue capturado a plena luz del día por un comando clandestino.

La cámara viaja a menudo desde el paisaje de favela palestino de Nablús hasta al extrarradio de Tel Aviv. Es el mismo camino que siguen los radicales en la serie para perpetrar atentados con bomba contra civiles. Se trata de las licencias de la ficción. Este tipo de ataques son prácticamente desconocidos en Israel desde la Segunda Intifada (2000-2005), cuando saltaban por los aires pizzerías y discotecas. La amenaza del ISIS, que planea sobre toda la segunda temporada, tampoco ha llegado a fraguar ni en Israel ni en Palestina.

Detenciones de jefes enemigos, torturas, ejecuciones sumarísimas, todo se muestra con crudeza. Pero apenas hay imágenes de la amarga rutina de la ocupación en las barreras del Ejército: más de un centenar de puestos de control permanentes y otras decenas móviles.

Hay tipos fieramente humanos en Fauda. Los mismos agentes encubiertos que no vacilan en secuestrar a una niña para rescatar a un compañero capturado como rehén también quieren a sus hijos y sufren cuando sus parejas les abandonan. En el fondo no es más que un thriller, y las emociones contribuyen al enredo y el suspense.

La serie ha tenido que afrontar el rechazo cultural promovido por la campaña Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), que propugna imponer a Israel medidas internacionales de aislamiento como las que se aplicaron a la Sudáfrica del apartheid. “Antiárabe, racista y propaganda israelí”, son los epítetos que le dedican grupos propalestinos.

La brutalidad de comandos encubiertos israelíes y de militantes armados palestinos no oculta el alto precio que pagan los seres humanos bajo la ocupación. Prima el entretenimiento disfrazado de intriga y violencia, como lo atestigua el éxito de audiencia global de la producción. Pero el hecho diferencial de la serie de Netflix estriba en que los dramas personales humanizan al enemigo y la trama aproxima al conocimiento del conflicto de Oriente Próximo sin excesos maniqueos.

La incubadora de series israelí

Israel se ha convertido en incubadora de series adaptadas luego para el mercado estadounidenses, la mas célebre fue Hatufim (Secuestrados), que dio pie a la saga Homeland en la cadena Fox. Catalogada por The New York Times en la lista de la mejores series de televisión de 2017, Netflix no tardó en hacerse con los derechos internacionales de Fauda. Los tiempos han cambiado, al igual que ha ocurrido con la producción española La Casa de Papel (Money Heist, para quienes la sigan desde otras latitudes), su éxito reverbera globalmente en la versión original.

La serie actual de mayor éxito en Israel, que comparte galardones con la segunda temporada de Fauda, es Shababnikim (algo así como seminaristas rebotados), que narra las correrías de los estudiantes de una yeshiva (escuela rabínica) que abandonan las enseñanzas de la Torá para descubrir las tentaciones de la sociedad laica. Las mujeres, para su desconcierto, pierden las invisibilidad del gueto jasídico del que escapan. Shababnikim anticipa el choque demográfico que se avecina en un país donde se prevé que los ultraortodoxos representarán una quinta parte de la población dentro dos décadas.

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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