David Byrne, el músico bailarín que hace teatro por un mundo mejor
Se mire hacia y por donde se mire, lo que sucedió ayer en las madrileñas Noches del Botánico fue una fiesta colosal
Cada día es un milagro con David Byrne. Resulta milagroso, sin ir más lejos, que un concierto sorprenda desde antes incluso de empezar, cuando el espectador repara, estupefacto, en la absoluta desnudez del escenario. El neoyorquino irrumpirá en él completamente solo para tomar asiento en una especie de pupitre e interpretar Here con la reproducción de un cerebro humano entre los dedos, como si asistiéramos a una clase de biología. Será solo el primer ramalazo de teatralidad en una noche que fue, en realidad, puro teatro. Puro y del todo maravilloso.
Las crónicas surgidas de los conciertos estadounidenses eran de una unanimidad casi inquietante: Byrne se había involucrado en la mejor de sus giras desde los lejanos tiempos de Stop Making Sense (1984), al frente aún de los irrepetibles Talking Heads. Y aunque la nula disidencia mueve al recelo, anoche hubo que rendirse a la evidencia. Sabíamos que nos esperaba uno de los creadores más lúcidos y revolucionarios de la música popular en los años setenta y ochenta, y sospechábamos que el encuentro merecería la pena. Era una predicción timorata, lamentablemente conservadora. Porque esta gira de American Utopia supera todo lo que de antemano pudiera barruntarse.
Rodés, una telonera inesperada
De calentar motores se había encargado la barcelonesa María Rodés, que se trae un nuevo disco poético y muy sugerente entre manos (Eclíptica), pero ejercía como telonera por una circunstancia excepcional: Byrne había descubierto su álbum María canta copla en 2014 y decidió personalmente invitarla al festival londinense Meltdown un año más tarde. Su participación era muy merecida, sin duda, pero que un tipo con el bagaje de Byrne se tome la molestia de escuchar a una ignota coplera apócrifa sin grandes padrinos mueve a la admiración. Canción con retazos de folktrónica: el universo de Rodés transita por carreteras secundarias, y de ellas provienen siempre los mejores descubrimientos.
Por lo pronto, Byrne asume su propio legado y, para deleite de los más de 3.500 asistentes a estas Noches del Botánico, concede casi la mitad del repertorio a los años de sus Cabezas Parlantes, a diferencia de tantos artistas que en solitario reniegan de los grupos con los que crecieron. Pero alguien que ha compuesto Girlfriend Is Better, Psycho Killer o Road To Nowhere ni siquiera tiene que recurrir a esos títulos irrefutables: le asiste un cancionero tan pasmoso como para decantarse por Slippery People o I Zimbra. Y, lo más increíble, no se limita a ofrecer espléndidas interpretaciones de esas soberbias piezas, sino que convierte las 21 canciones de la velada en 21 pequeñas representaciones coreografiadas. La idea es tan brillante y efectiva que emociona saberse testigo de ella.
No, no basta con ser un gran músico para enrolarse en la banda de David. Sus 11 acompañantes, con un porcentaje siempre elevado en tareas percutivas, han de saber también cantar, contonearse, memorizar pasos y gestos por todo el escenario, erigirse en un maravilloso ballet para la mágica y descabalada vida moderna, en el jardín de las delicias de la música popular. Nadie se queda quieto ni un miserable segundo en este ejército de hombres y mujeres con traje gris y los pies descalzos, hasta el extremo de que el oyente y espectador no sabe bien en qué dirección priorizar sus atenciones. No digamos si además, por esas circunstancias de la vida, ha de estar tomando notas.
Se mire hacia y por donde se mire, lo que sucedió ayer en la Universitaria madrileña fue una fiesta colosal. La profusión de percusiones atribuye al conjunto un cierto aire de marching band y la multitud de voces, a coro celestial. No hay un solo cable o pie de micro en las tablas, equipados todos los artistas con micrófonos de diadema y con los tambores o teclados amarrados a la cintura. Es tan pasmoso, diferente e inverosímil que Byrne hace bien en advertir de que toda la música está sucediendo ante nuestros ojos. En estos tiempos de ráfagas enlatadas, loops y autotune, lo más radicalmente moderno de este espectáculo avanzadísimo es su veracidad. Esto es música en vivo, señores: una conjunción irrepetible de un momento, un lugar y muchas corcheas hábilmente distribuidas por la pentagrama. Tuvo que llegar un hombre de 66 años, bendito sea, para recordarlo.
Ese hombre acumula quinquenios figurando entre los más asombrosos creadores del art-rock, pero, a tenor de lo visto, Stanislavski le incluiría también en el listado de grandes actores. Difícil quedarse con un solo momento en una noche de móviles con las baterías fulminadas, pero sus movimientos de fugado perseguido por los focos para Once In A Lifetime eran una exhibición. Igual que esa introducción con todos los oficiantes en el suelo en I Dance Like This, como si asistiéramos al nacimiento de una criatura con el ritmo como metáfora de un nuevo corazón. O las gigantescas sombras en que se convierten los músicos durante Blind. Ventajas de ser un artista total: a Byrne los años no le han hecho perder voz, sino solo multiplicar su abrumador catálogo de argumentos.
Nuestro protagonista de pelo níveo dejó escrito en las notas de su último álbum (sabrosísimas, como cada vez que empuña el lápiz) que la música “ayuda a no sucumbir a la desesperación o el cinismo” respecto al mundo que nos rodea. Por eso su título, esa referencia a la utopía, no supone un guiño irónico sino una sincera búsqueda de algo un poquito mejor. Pero no es cierto. El mundo mejora ostensiblemente con tipos como este. Tan generoso y valiente que remata la faena con una pieza ajena, Hell You Talmabout, compuesta por Janelle Monáe para la marcha de mujeres sobre Washington en 2015. Por cosas así, y tantas otras, cada día es un milagro con David Byrne.
Babelia
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