Juan Urbano contra el árbol genealógico de la corrupción
Benjamín Prado vuelve a echar mano de su alter ego por cuarta vez para su novela ‘Los treinta apellidos’
Juan Urbano se diluye entre palabras y dudas que lo zarandean. Su Biblia son los refranes de su madre y la poesía del Siglo de Oro. La dinámica de la curiosidad lo desarma y le trastoca los planes. Sabe de qué lugar parte, pero no hacia dónde va. Benjamín Prado lo parió en sus columnas de EL PAÍS, donde se obró el bautizo de este profesor de instituto metido a detective y autor de encargo. Un alter ego con el que poner los puntos sobre las íes a un país con sombras negras. El secuestro de niños lo atravesó en Mala gente que camina, la transición en Operación Gladio, el chapapote inmobiliario en Ajuste de cuentas y ahora, en Las treinta familias, el pasado, presente y futuro de los clanes pudientes y las oligarquías periféricas. Como diría su madre: “Te metes en unos fregaos…”.
Ella le hace la traducción simultánea de sus estados de ánimo al recio castellano antiguo. “Madre e hijo son un poco Quijote y Sancho”, comenta Prado. Una vez, Miguel Delibes le preguntó si el personaje que salía en sus novelas tenía que ver con la suya. Prado le contestó que sí y el maestro, sin apenas atisbo de dudas, siguió: “¿No será de Valladolid? Porque aquí hablamos así”. Lo era, doña María Ángeles. Y Benjamín jamás se despoja de su honda sabiduría transmutándola de compañera de viaje para Juan Urbano.
Su alter ego ya tiene un currículum aseado de ínfimas victorias morales y estruendosos descalabros personales. A medio camino entre el Philip Marlowe de Chandler, el Zuckerman de Phillip Roth y el Carvalho de Vázquez Montalbán, ha saltado al siglo XXI en busca de porqués y no hace más que tropezarse con sin razones. “En el fondo, lo que Juan Urbano persigue todo el tiempo se reduce a cambiar una letra: Una n por una v. La que separa el cinismo del civismo”.
“En el fondo, lo que Juan Urbano persigue todo el tiempo se reduce a cambiar una letra: Una n por una v. La que separa el cinismo del civismo”
“Me miré en el espejo hasta que dejé de ser yo mismo”, suelta Juan Urbano casi al comienzo de Los treinta apellidos (Alfaguara). Debe ocultar su apariencia como testigo protegido pero poco después lo encuentran para convencerle de que haga un trabajo: escribir la historia de un par de familias imbricadas en la genealogía de los Espriu (catalanes) y los Quiroga de Feijoo (gallegos), quizás para que no perdamos la perspectiva al comprobar cómo influyen los poderes nacidos al borde del mar en la meseta.
El moto que planea sobre todo el libro es una máxima de Balzac: “Detrás de cada gran fortuna hay siempre un crimen escondido”. En el caso de ellos, el pecado original se remonta al tráfico de esclavos entre África y América. Un escenario magnífico para trufar las andanzas de Urbano con Joseph Conrad, Emilio Salgari o Herman Melville. O con El padrino: “Lluìs Espriu actúa un poco como Michael Corleone. Le puede la curiosidad, su intención es noble, pero le vence el destino”, asegura Prado.
Es él quien encarga a Urbano que escriba la historia de su familia. Y el detective profesor, que tenía planeado volver a Madrid para empezar no sabe bien qué tipo de vida, se deja llevar. O cómo diría su madre, que la curiosidad mató al gato. “Es un cotilla de baja intensidad y altos vuelos”, comenta Prado. “Y ahí es donde se encuentra con esas familias que manejan todo sin que les podamos ver la cara, que dan sin cesar órdenes a los que creemos que mandan y hemos elegido”.
Así, Prado va tejiendo un hilo que conduce desde la España de Fernando VI al presente: “Poder y dinero siempre se han llevado bien. Aunque ahora algunos se apunten al carro de la independencia, debemos saber que Isabel II protegió y alentó los intereses financieros y de la banca de familias catalanas, que Franco y Primo de Rivera les encargaron infraestructuras. La vida no es una ciencia exacta. Dos más dos, ¿suman cuatro? Depende, incluso en este mundo embrutecido por cifras”.
Donde los números son más importantes que los nombres, una barbaridad que sólo produce deshumanización. Un entuerto perpetuo para este profesor de lengua y literatura con excedencia a punto de acabar, que en su extravío permanente tiene siempre alguna cosa clara: desenmascarar lo que le repele. Aunque para ello, como diría su madre, tenga que meterse en camisas de once varas.
Babelia
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