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El misterioso silencio de Galdós sobre sus orígenes canarios

La amistad con el abuelo de Alonso Quesada, su ardua relación con "Mamá Dolores", o Sisita, su primer amor. Muy escasos y difusos datos se conservan de la infancia y juventud del escritor en su ciudad natal

Benito Pérez Galdós en una imagen sin fechar.
Benito Pérez Galdós en una imagen sin fechar.

"Muchos años este recuerdo tan honroso persistió en mi casa. Nada estrenaba o publicaba Galdós que no saliera de la boca de mi abuelo. Él decía: 'Benito todos los días se sentaba en una silla frente a mi mesa'. Posiblemente, mi abuelo creía que toda la humanidad galdosiana salió de los cajones de su mesa de trabajo…". Es el testimonio que ofrece el poeta modernista grancanario Alonso Quesada (1886 – 1925) sobre la relación de su abuelo -"un sastre gaditano que cayó en este solar atlántico creyéndolo un reino de grandeza y de fantasía"- y el joven Benito Pérez -de cuyo nacimiento se acaban de cumplir 175 años-, asiduo visitante de su sastrería, próxima al colegio, donde se sentaba a leer y a conversar lacónico, con todos los silencios que le inspira su venerado escritor, para concluir que "acaso todo el rastro espiritual que dejó el maestro en su tierra nativa fuera este rincón oscuro y sartorial".

No exagera Alonso Quesada sobre la borrosa parquedad de huellas dejadas por Pérez Galdós ("todo el rastro / en su tierra nativa / este rincón oscuro") sobre su infancia y primera juventud, hasta sus 19 años, transcurridas como vecino natural de Las Palmas de Gran Canaria; no mucho más que ciertas referencias a su ardua relación con "Mamá Dolores" (la madre dominante, para algunos el trasunto de la protagonista de Doña Perfecta) y su misterioso primer amor con la cubana Sisita.

Ante tanto secano informativo sobre las raíces del fecundo escritor adscrito como ningún otro a la capital (Unamuno lo llamó “evangelista de Madrid"), aferrémonos, pues, a la voz en off del extraño y bello testimonio de su amistad con el abuelo sastre de Quesada (autor, curiosamente, del célebre Poema truncado de Madrid, donde, con cierto encono hacia la metrópoli, consignó: “Madrid es un asunto de cuestiones previas…”). "Siempre, cuando iba o venía del colegio, Benito Pérez entraba en mi sastrería. ¡Quién lo había de decir…!' Nadie lo dijo nunca. Ahora, solamente yo”. Es así como concluye, como en una sesión de espiritismo, pasándole el testigo a la viva voz de su difunto abuelo, el artículo necrológico, El duelo de la ciudad natal que el autor de Insulario le brinda a Galdós, en 1920, en el mismo día de su muerte. La sentida crónica es, a la vez, una rememoración de la bondad silente de su propio abuelo-amigo-manso de Galdós, a quien Quesada convierte en personaje de un supuesto relato local que Galdós hubiera escrito antes de partir.  "[Mi abuelo] era un viejecito noble, íntegro, una clara figura galdosiana (...) tenía la resignación de un personaje de Don Benito, y hasta el aspecto dulcemente bello parecía construido por el gran constructor humano que acaba de cerrar los ojos para siempre”.

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La anécdota, al parecer, tiene un fundamento real: "Mi abuelo era amigo de Don Benito. Entonces el maestro era solo Benito, y tenía 17 años. Mi abuelo trabajaba cerca del colegio, único que había en la ciudad. Galdós, con un libro bajo el brazo, visitaba la sastrería andaluza todos los días al pasar hacia el colegio. Cuando corrieron los años y mi abuelo no era más que una sombra de hombre, buscaba siempre el alimento de su espíritu humilde, en este sencillo y vulgar recuerdo. Mi abuelo también decía: ‘Benito Pérez Galdós venía diariamente a la sastrería de tu abuelo. ¡Quién lo había de decir!’ ¿Y cómo era posible que yendo todos los días a una sastrería ignorada se pudiera ser un hombre genial?".

Si se hubiese tratado de una sastrería madrileña (una sastrería del Madrid galdosiano, sin ir más lejos) entonces, tal vez, sí habría habido licencia para ser “un hombre genial”; pero no así tratándose de la sastrería de un humilde sastre que era un andaluz bondadoso y noble, que había montado "una sastrería ignorada" en un lugar para él extraviado, pues era un foráneo “que cayó en este solar atlántico creyéndolo un reino de grandeza y de fantasía".

Al Galdós difunto reciente, de aquel mismo día, Quesada le estira la mano para que trace con su pluma un relato que verse sobre un episodio personal anterior a su marcha, convirtiendo a su propio abuelo, anónimo y silente, en el central personaje del relato que Benito Pérez nunca escribió. Como en un encaje de muñecas rusas, en realidad no se sabe muy bien, en esa bella necrológica, quién es el narrador y quién el personaje en esa tríada del abuelo sin nombre, el joven pre-Galdós, y el propio Alonso Quesada. Quiere enmendar ese estigma de que, al revés de la ley clásica, en el caso de Don Benito en el principio fue el silencio. Ya se curó en salud el propio Galdós cuando, en su autobiografía, de tan sintomático título, Memorias de un desmemoriado, afirmó: “Lo referente a mi infancia carece de interés". Pero lo cierto es que, a diferencia de cualquiera de sus coetáneos amigos, los testimonios sobre sus propios orígenes, donde transcurren su infancia y su adolescencia, quedan sobreseídos. Nada que ver con la importancia, por ejemplo, de las raíces gallegas en el retrovisor literario de su amante Emilia Pardo Bazán; o las cántabras en su amigo José María de Pereda, o las asturianas en Leopoldo Alas "Clarín".

Algunos especialistas apuntan a su ardua relación con "Mamá Dolores", la autoritaria madre que inspira a doña Perfecta

¿De dónde ese silencio, ya no solo literario sino civil? Algunos especialistas apuntan a su ardua relación con "Mamá Dolores", la autoritaria madre que, al parecer, late al fondo de la figura de doña Perfecta, en la novela homónima, si bien se dice que el anciano y ciego Don Benito murió evocándola.

Según Pedro Ortiz-Armengol, autor del voluminoso estudio Vida de Galdós, el mutismo del escritor sobre su juvenil etapa insular tiene que ver con su ardua relación con esa severa progenitora (él era el décimo vástago, precedido por una amplia mayoría de mujeres). Así como la cuestión de los escasos retornos de Galdós a Canarias obedece, simple y llanamente, a “la aversión que sentía a navegar”. Explica que, en la adolescencia de Galdós, sí ocurrieron, empero, importantes episodios particulares sobre los que prefirió correr un tupido velo. Está su primer amor con Sisita, la hija natural cubana de su hermano mayor, y de cuya drástica separación se encargó personalmente "Mamá Dolores", produciéndole un dolor inconsolable, "y contribuyendo ello, en buena medida, a reafirmar su marcha hacia Madrid”, asevera.

Especulando en ese erial movedizo de escasez de datos del Galdós anterior a Madrid, Ortiz-Armengol halla en la condición de receptor de la Inquisición de su abuelo materno -el padre de "Mamá Dolores"- un temprano germen de su actitud antieclesiástica. Y, del mismo modo, en la participación activa de un tío materno como militar en la Guerra de la Independencia, habría ya una semilla para las ulteriores fijaciones del autor de los Episodios nacionales. El silencio sobre sus orígenes no quita para que nuestro autor llevara a cabo religiosas costumbres gastronómicas canarias en su casa madrileña (con las recetas, justamente, del menú de Mamá Dolores y la mano de su hermana viuda) o la episódica inclusión, en algunas obras, de reconocibles paisajes vernáculos, como ha observado Manuel González Sosa en su interesante estudio sobre El amigo manso.

Al cabo, ese mutismo sobre las épicas adolescentes e infantiles del terruño no pasa de anecdótico, expresa Armengol, y cuenta, además, con conspicuos precedentes, como el paralelo silencio de Stendhal, por ejemplo, hacia su Groeble natal. Mucho más dañina ha sido la recurrente caricatura de que su obra estuviera constreñida a un realismo garbancero. Como es sabido, la hiperbólica pedrada inicial la lanzó Valla-Inclán en su inmortal obra Luces de bohemia, llamándolo por el nombrete de "Don Benito el garbancero". Y, más próximo a nuestro tiempo, Francisco Umbral acuñó el término de "lo galdobarojiano" para referirse a la reprobable tendencia de un lineal costumbrismo ibérico y aseveraba que Galdós carecía de estilo y practicaba una "prosa de almacén".

A muy pocos narradores en lengua española les cabe el rótulo de "novelistas" como al singular escritor grancanario

Como objetó en su día otro eminente galdosista, Francisco Yndurain, no es casual que quienes pretenden reducir la literatura galdosiana a un cocido madrileño, sean autores tan prolíficos y de raza, como Valle o Umbral. “El rechazo a Galdós de estos y otros escritores es una pose, que en el fondo encubre una admiración de partida hacia su deslumbrante capacidad de producción", argüía. En efecto, desde que un impulso maquinal le llevara a escribir a sus veintitantos años La fontana de oro hasta que casi medio siglo después la ceguera le arrebató la pluma, Pérez Galdós escribió un promedio de dos libros por año.

Según Ricardo Gullón, "Galdós es el mejor escritor en lengua española después de Cervantes" y para argumentarlo, solía darle la vuelta al propio epíteto negativo, formulando que "su mayor éxito es haber conseguido que sus personajes huelan a garbanzos, que es a lo que olía, exactamente, la sociedad de su tiempo". También Francisco Ayala encomió la obra de ingeniería del escritor, matizando que la aportación de Galdós a la literatura no radica en el estilo de su prosa, sino en "el auténtico arte, magistral, de su composición novelística".

Ciertamente, a muy pocos narradores en lengua española les cabe el rótulo de "novelistas" como al singular escritor grancanario, que cargó sobre sus fornidas y altas espaldas el imaginario madrileño y de la España del siglo XIX al completo. Lo relevante en su literatura, en teatro y en novela, es el ensamblaje de la obra, con una ardua conexión de verosimilitud entre acontecimiento y ficción. Ya se encarga el propio autor de que Fortunata se lo sople a Jacinta de un solo viaje, de forma lapidaria: "Cuando lo natural habla, los hombres tienen que callar”.

Así y todo, Don Benito cuenta con conspicuos defensores de la "poética" que subyace en su naturalismo. María Zambrano, por ejemplo, al comentar las obras más intensas, como Tristana o El amigo manso, lo llama “poeta de Madrid”, que compone versos con "sus criaturas pretextualizadas como personajes". Y lo explica: “La historia, las historias que cuenta Galdós, lo son de una vida arrolladora. Una vida arrolladora que se pierde y deshace en historias, que se desangra en ellas literalmente”. Del mismo modo, el recién desaparecido premio Cervantes mexicano Sergio Pitol, le declaró siempre su devoción de discípulo, sobre todo en el modo en que Galdós consigue transmitir que "la realidad y el delirio y lo trágico y lo irónico resultan inextricables". El autor de La vida conyugal (1990) ha reconocido, por ejemplo, el indispensable espejo que le supuso la lectura de La de Bringas (1884) para componer aquella novela, con la sola traslación del mundo de las apariencias matrimoniales y familiares desde el conservadurismo decimonónico español retratado por Galdós al conservadurismo de la sociedad mexicana actual.

A la postre, la leyenda negra de la renuncia de Galdós a sus orígenes canarios y la de su estilo "garbancero" se han articulado secularmente por motivos espurios, según muchos de sus exégetas, desde Alfonso Armas Ayala al propio Pedro Ortiz Armengol. A título post mortem -han explicado- los acérrimos enemigos de Galdós por sus ideas progresistas y anticlericales (a la cabeza, el ultraobispo Antonio Pildain, que ostentó la Diócesis de Canarias de 1936 a 1966, y que hasta finales de su mandato mantuvo la orden de excomunión para cualquier feligrés que visitara la Casa-Museo Pérez Galdós, en Las Palmas), hallaron un filón para su causa en los estigmatizadores del otro bando, quienes los minusvaloraban como autor "garbancero". Es decir, a los estamentos reaccionarios de la saga de monseñor Pildain le importaba una higa la voluntad de estilo del autor de Electra. Y, por su parte, los conspicuos críticos del estilo galdosiano (desde Valle a Umbral), suscribirían de buen grado las rompedoras ideas progresistas del autor de Zumalacárregui. Sin embargo, tras la muerte del escritor, y muy especialmente durante la dictadura franquista, los más dolidos estamentos clericales y reaccionarios, organizan desde las Islas "una campaña de descrédito, para lo cual se nutren con suma astucia de los detractores del escritor en la península". Se trataría así de un doble descrédito sin conexión alguna -renuncia a los orígenes canarios y autor "garbancero"- que, sin embargo, permite duplicar el fantasmal estigma.

Para paliar el vacío de datos sobre la infancia y la juventud isleñas de Benito Pérez, siempre nos quedará el testimonio del abuelo galdosiano del galdosista Quesada. En aquel artículo, publicado en su sección periodística Desde Canarias, Alonso Quesada ofrece su testimonio impagable: "Mi abuelo era el más ardoroso admirador de Don Benito. Casi seguro es que no leyó más que un Episodio. En realidad, la obra más interesante de Galdós fue estar sentado, silenciosamente, en la sastrería de mi abuelo. Y esto ya lo sabía él de memoria". Para hacer un feedback con el reciente difunto de Madrid, el poeta aseñala: "Cuando por primera vez vi al maestro, me presenté como nieto del sastre. Don Benito se acordaba: ‘¿Queda algo de él?’ Me preguntó. ‘Quedan sus barbas blancas y las tijeras que utilizan las mujeres de casa. Se acuerda de usted. Acaso se presiente en alguna de sus novelas, que no ha leído, que no ha querido leer…”. Y agrega: "Don Benito sonrió. Quizás hasta entonces no comprendió la dulzura, el calor de aquel pobre recinto, donde un hombre sencillo cortaba trajes simples a los honestos señoritos de la localidad".

Es evidente que el muchacho Benito Pérez rehusó convertirse en el "honesto señorito de la localidad", a que estaba tal vez predestinado. Y ahora (4 de enero de 1920): "La muerte de Don Benito es un suave recuerdo para mi alma. Yo lo veo partir con melancolía, y vuelve a mi memoria la vieja sastrería, que no vi nunca. Aquella sastrería que construyó mi sueño oyendo a mi abuelo santificar el nombre querido. No sé. Pero el alma, ahora infantilizada hasta el infinito, hubiera querido ver a mi abuelo despedir a Don Benito con las eternas palabras: “Siempre, cuando iba o venía del colegio, Benito Pérez entraba en mi sastrería. ¡Quién lo había de decir…!’ Nadie lo dijo nunca. Ahora, solamente yo”.

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