Verso y prosa de una frontera caliente
La línea que separa México de Estados Unidos fascina, duele, mata. Es violenta. Tres libros publicados en los últimos años retratan la vida y la muerte a ambos lados
Francisco Cantú tuvo pesadillas durante años. Soñó, por ejemplo, que sus dientes se deshacían, que se convertían en puro polvo; soñó con un lobo en una cueva llena de restos humanos; soñó que le disparaba a un niño. "Esos sueños", explica ahora, "eran la única manera de ver cómo me estaba afectando este trabajo. Una manera de mi subconsciente de llamar la atención sobre cosas que no eran normales".
De 2008 a 2012, Cantú fue agente de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Nieto de migrantes mexicanos, estudiante de temas migratorios y política fronteriza en Washington, quería "ampliar" su "comprensión de la frontera". Entender qué significa cruzar al otro lado. Qué implica trabajar para impedirlo. Su madre trató de disuadirlo. ¿Para qué? ¿Por qué? Pero él siguió adelante.
Durante el mandato del presidente Barack Obama, Estados Unidos deportó a más migrantes que nunca, tres millones en ocho años, la gran mayoría mexicanos. Con la llegada de de Donald Trump a la presidencia hace algo más de un año, las cifras bajaron ligeramente, pero su ataque y acoso a los migrantes va en ascenso. Trump ha anunciado que va a aumentar los recursos de la Patrulla Fronteriza, además de construir un muro en la frontera.
En los años que estuvo en la patrulla, Cantú llevó un diario. Escribía sobre las pesadillas, sobre encuentros con migrantes que capturaban en el desierto. "Empecé a sentir que si no escribía sobre lo que me pasaba lo iba a perder. A olvidar. Porque el próximo día me encontraría con otro, tendría otra experiencia y me olvidaría de la anterior".
Cantú fue actor y espectador de la tragedia fronteriza. Un día, cerca de El Paso, en el desierto, sus compañeros llamaron a la base de la Patrulla. Habían detenido a una mujer y le pidieron que fuera a recogerla para llevarla a la base. Cantú fue y volvió con ella. La mujer cojeaba, tenía mal los pies. El agente hizo el papeleo, mientras ella le explicaba que venía de Guerrero, en México; que su grupo la había abandonado hacía cuatro días. El agente le preguntó si podía examinarle los pies, curárselos. Ella dijo que sí. Cuando le quitó los calcetines, escribe Cantú, "la tela, rígida a causa del sudor seco de días enteros, le arrancó la piel de las plantas".
Otro día describe cómo sus compañeros destruyen pertenencias de migrantes en pleno desierto. Víveres, botellas de agua, ropa. Porque sí. A veces le han acusado de ser indulgente con sus actos y los de sus compañeros en la Patrulla. "Quiero que el lector sienta el horror cuando lee sobre los actos del narrador. Quiero que el lector vea la cultura de destrucción de la Patrulla Fronteriza. Quiero que sientan dentro de sí mismos el horror de aceptar eso, una institución donde esto es normal".
Al dejar la patrulla, Cantú buscó ayuda profesional, una terapia junguiana. Empezó a leer sobre la violencia, el trauma, volvió a las páginas de su diario. Sus propias palabras le sobresaltaron. "Me impresionó mucho. Me hizo sentir mucho miedo. La desesperación, la violencia me había parecido normal". Acabó escribiendo un libro, La Línea se Convierte en Río (Debate), publicado hace unos meses en México y Estados Unidos. El inicio del último capítulo es un recuerdo de Carl Jung: "Nos esforzamos en apartar de nosotros estas sombras (...) con la esperanza de poder hundirnos (...) y así recuperar una sensación de normalidad. Pero en realidad, nos advierte Jung, nada pertenece definitivamente al pasado, nada se restablece".
El libro de Cantú sobrevuela una frondosa categoría literaria, la frontera como eje temático. Su obra es una de los más recientes, pero hay más. Está por ejemplo el poemario Slow Lightning, del chicano Eduardo C. Corral, Unnacompanied, del salvadoreño migrante Javier Zamora o The Verging Cities, de Natalie Scenters-Zapico, que vive a caballo entre Ciudad Juárez y El Paso.
Cantú cita a la poetisa mexicana Sara Uribe un par de veces en el libro, concretamente el poemario Antígona González (SUR+), una revisión del mito griego. Uribe lo escribió en 2012, cuando en México empezaba a escucharse del drama de las desapariciones, personas que se esfumaban de la faz de la tierra, de las que en muchos casos no volvía a saberse.
En la versión original, los dos hermanos de Antígona se disputan el trono de Tebas. Uno de ellos, Polínices, busca ayuda en la ciudad rival de Argos. Al final, los dos mueren. Creonte, quien queda de rey, llama traidor a Polínices y prohíbe que se le dé un entierro digno: que su cuerpo quede fuera del pueblo, comida para los animales carroñeros. Pero Antígona decide enterrar igualmente a su hermano.
En el México de los desaparecidos, Antígona busca el cuerpo de Tadeo, desaparecido. Un cuerpo para poder descansar. Un tumba a la que ir a llorar. Uribe vivía entonces en Tampico, en el estado fronterizo de Tamaulipas, golpeado entonces por las guerras entre los grupos delictivos y de estos con el estado. Tampico era una ciudad turística, zona de puerto y playas, adinerada, alojada en la bonanza económica de la industria petrolera. Y de la noche a la mañana, empezaron las balaceras. En la calle, en un centro comercial. Llegó el miedo. Llegaron los cuchicheos de tantos muertos, de tantos desaparecidos. Escribe Uribe: "¿Qué cosa es el cuerpo cuando alguien lo desprovee de nombre, de historia, de apellido?"
Las historias de los desaparecidos se parecen a las de los migrantes que perecen en el desierto. Migrantes que mueren y en poco tiempo se convierten en huesos: tan difícil de saber a quién pertenecieron. Sucede lo mismo por unos y otros se convierten en números, informes forenses, estadística polvoriente. Cantú cita estos versos de Uribe: "Contarlos a todos. Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío. El cuerpo de uno de los míos".
El desierto y el antropólogo
Estados Unidos ha diseñado una política migratoria que empuja a los migrantes al desierto que comparten Sonora y Arizona. Lejos del horizonte épico que dibuja Roberto Bolaño en 2666, el desierto es una maquina de destrucción. De acuerdo a cifras oficiales de la Patrulla Fronteriza, 7.209 migrantes murieron en la franja suroeste de la frontera, muchos en el desierto.
En The Land of Open Graves (UCP, 2015), el antropólogo Jason De León se dio a la tarea de ponerles rostro, nombre, a los migrantes que cayeron tratando de llegar a Eldorado. A algunos, al menos. De León tomó el desierto como una excavación arqueológica y empezó a recoger los objetos que los migrantes dejaban a su paso: ropa, botellas de agua, zapatillas.
Muchas veces encontraba también huesos. De León pensaba, "¿cómo vamos a identificar a una persona con un trocito de hueso?". Muchas veces no lo consiguieron, pero siguieron recogiendo. Un día, en un paseo de reconocimiento con sus alumnos, encontraron el cadáver de una mujer, boca abajo. Las moscas volando alrededor de ella, poniendo huevos en las comisuras de sus labios. "Cruzar la frontera por el desierto es un evento cruel, brutal", escribe, "en el que la gente muere a menudo de hipertermia, deshidratación y ataques al corazón. Pintarlo de otra manera es negar la dura realidad del desierto y menospreciar a los que lo han experimentado".
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