Hace mucho tiempo
Me sorprendió que al final de cada libro anotara las veces que lo había leído. Una prueba de que la pasión mejora al reincidir
Sergio Pitol hizo de la amistad una religión. A contrapelo del escritor que requiere de aislamiento, ejerció una insólita vocación gregaria. Recuerdo el entusiasmo con que leyó el primer libro de Mario Bellatin y el orgullo con que comentó que ya era su amigo. En un oficio plagado de recelos, jamás pensó en desmarcarse de los otros y escribió convencido de que la literatura se produce en densidad. Su sostenida tarea como traductor deriva de su certeza de que no hay literaturas individuales. Todo autor, por original que sea, se inscribe en la tradición que lo explica.
Nacido en 1933, en un ingenio azucarero de Veracruz dominado por italianos, vivió desde niño entre dos culturas. Sus mayores añoraban la ópera y los salones de Venecia y el entorno ofrecía los estímulos sensuales del trópico. Esta tensión aflora en los cuentos de Los climas y prefigura su deseo de entender el mundo como un horizonte sin fronteras.
Durante veintiocho años vivió en China, Polonia, Yugoslavia, Inglaterra, España, Hungría, la Unión Soviética y Checoslovaquia. Esta errancia lo llevó a traducir cerca de cien libros de cinco lenguas. Por un tiempo vivió en barcos cargueros; alquilaba un camarote sin preguntar cuál sería la ruta y se encerraba a traducir en su oficina náutica. Sus versiones de Gombrowicz deberían pertenecer a la Enciclopedia de traductores inmortales propuesta por Ricardo Piglia.
La generosidad con que se ocupó de obras ajenas demoró la valoración de su propio trabajo. En 1969 publicó El tañido de una flauta, novela sobre el fracaso artístico y la dificultad de pertenecer a la cultura mexicana. La obra no tuvo los lectores que merecía y Carlos Monsiváis señaló que estaba destinada a convertirse en un "clásico secreto".
A partir de su estancia en Moscú, a principios de los ochenta, Pitol recuperó la fibra narrativa con Nocturno de Bujara, cuyo tema esencial es el misterioso origen de los cuentos. En El desfile del amor demostró que la mejor manera de indagar la historia mexicana es la ficción. Como Sebald y Magris, encontró su sello distintivo en la mezcla de géneros y su obra tardía (El arte de la fuga, El mago de Viena) se beneficia del ensayo, la crónica, la fabulación y la autobiografía.
Su casa de Xalapa rendía tributo a la escritura ajena. Atrás de su escritorio, las fotos de los clásicos alternaban con las de sus amigos. Al revisar su biblioteca, me sorprendió que al final de cada libro anotara las veces que lo había leído. Una prueba de que la pasión mejora al reincidir.
Sabía, como Choderlos de Laclos, que las relaciones son peligrosas, y por eso mismo las cortejaba, convencido de que al final el sentimiento supera a las neurosis: "No hay quien se resista a un disco de Toña la Negra", decía. Aconsejaba beber licores cada vez más fuertes para no sucumbir a una instantánea borrachera, manual de comportamiento que no dio grandes resultados en el terreno de la salud, pero le permitió explorar el carnaval de la existencia y atestiguar escenas intensamente ridículas que recreó con ironía en Domar a la divina garza y La vida conyugal. Como Gógol, entendió que el ser humano es un sujeto que se considera estupendo hasta que sufre un retortijón.
Lo conocí en 1980 cuando participamos en el ciclo "Encuentro de generaciones", donde un autor consagrado leía junto a un principiante. Al terminar la lectura, fuimos a casa de unos amigos suyos. Uno de los asistentes era Augusto Monterroso, mi maestro de taller de cuento. Afectado por la magia de Pitol, que borraba las generaciones, dije que conocía a alguien desde hacía "mucho tiempo". Monterroso me reconvino en broma: "A tu edad no tienes derecho a usar la expresión 'mucho tiempo'".
Cuarenta años después, la frase se carga de melancólica naturalidad: hace mucho tiempo conocí a Sergio Pitol. Mi opera omnia constaba entonces de un cuadernillo con tres relatos, pero él me trató como un colega. Cuando le dije que tenía problemas con un manuscrito, me regaló Los orígenes del Doctor Faustus. Le comenté que mi circunstancia era muy distinta a la de ese egregio autor. Entonces me palmeó la nuca y dijo: "Nadie es distinto a Thomas Mann".
Sergio Pitol creía en los demás con una "fe de carbonero", como él decía. Su impresionante obra corrió al parejo de su gusto por divertirse en sintonía con otros. La comedia humana alimentó su escritura y le brindó, en las más arduas circunstancias, el imbatible remedio de la risa.
Babelia
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