Silencio, por favor
Casi todos evitamos los instantes de pausa. Los más jóvenes, presos de la ansiedad, huyen de ellos despavoridos. El ruido, ya sea acústico, visual o mental, va a más
Enfrentarse al silencio no es fácil. Encontrarlo, tampoco. Y menos en medio de esta cacofonía en que se ha convertido la vida hiperconectada. Por eso la historia de Erling Kagge, un hombre en permanente búsqueda de silencio, le deja a uno sin palabras.
El editor, escritor, abogado y explorador noruego, de 55 años, decidió dar en 1992 una nueva vuelta de tuerca a su exploración de la quietud. Se trasladó a la Antártida, presuntamente, el lugar más silencioso del planeta, para enfrentarse al vacío. Y puso rumbo al sur.
Durante 50 días no convivió más que con el ruido de sus pisadas sobre el hielo. Abandonó en el avión que le trasladó al Polo Sur las pilas de la radio que le habían recomendado llevar, quería quedarse completamente solo. Caminó, día tras día, en medio de un paisaje blanco y vacío, aparentemente plano. Se envolvió en la (presunta) nada, se enfrentó al (gran) silencio.
Dice que la experiencia tuvo sus momentos duros, que llegó a llorar de frío, pero que sintió que se fundía con la naturaleza, que su cuerpo pasaba a formar parte del aire, del sol, del frío. Sostiene que hoy en día vivimos instalados en una permanente huida del silencio. Lo hacemos para huir de nosotros mismos. Lo tapamos todo con ruido. Solo enfrentándonos al silencio (y sin llegar a experiencias tan extremas como la suya) conseguiremos conocernos. Es la clave, afirma, para una existencia plena.
Existimos en medio del ruido. Acústico, visual, mental. Demasiada información bullendo simultáneamente y llegando por demasiados canales. Estamos permanentemente ocupados, siempre buscando algo que hacer. Con listas de cosas pendientes. Con la radio encendida en cuanto asoma una brizna de silencio. Con la música puesta, el televisor encendido, aunque nadie lo vea; enfrascados en nuestro teléfono, artilugio que encierra la incierta promesa de alejarnos del vacío. Todo con tal de no enfrentarnos al vértigo de la ausencia de sonido, a la aversión que produce una interrupción, por pequeña que sea, de ese zumbido constante que nos acompaña en el día a día, el de la vida moderna, el que existe y el que, con entusiasmo y talante irreflexivo, alimentamos. Miedo al silencio.
El ruido que nos rodea va a más. Cada vez somos más y todos llevamos un móvil en el bolsillo. Ya hay más líneas móviles que personas en el planeta —7.800 millones de tarjetas SIM para 7.600 millones de personas, según el informe Mobile Economy de la GSMA, la asociación que organiza el Mobile World Congress de Barcelona—. El catálogo de soniquetes, silbiditos e inframelodías se une a la sinfonía de los ya consagrados hilos musicales de los comercios, los rugidos y pitidos del tráfico, las alarmas…
“Todo el ruido que generan las redes sociales solo hace que la gente se sienta más sola, más inquieta, más frustrada”, dice el editor Erling Kagge
En medio de este paisaje disonante emergen voces suaves, pausadas, como la de Erling Kagge, que reclaman un paso atrás, un reencuentro con el silencio. Libros como Solitud (Paidós), de Michael Harris; análisis como Ensayos sobre el silencio (Siruela), de Marcela Labraña; películas sigilosas, o que rinden homenaje a la quietud, como la recién estrenada 100 días de soledad.
Nuestra aversión a la insonoridad no es cosa nueva. Ya lo decía Pascal en el siglo XVII: “Cuanto de malo sucede a los hombres procede de una única cosa, a saber, no ser capaces de quedarse quietos en una habitación”. El filósofo y matemático francés planteó que todos vivimos, en cierto modo, atormentados por el momento presente. El desasosiego es algo natural, buscar algo que hacer, apagar el silencio de la inactividad, esquivar ese vacío, es humano. Pero nuestra huida hacia adelante ha ido a más con el paso del tiempo; hasta alcanzar límites que invitan a una reflexión.
Kagge asevera que el caos es el estado natural del cerebro. Y que a través del silencio uno consigue serenarlo. En conversación telefónica desde las oficinas de su editorial en Oslo, el editor noruego relata que uno de los motivos que le empujó a escribir El silencio en la era del ruido (Taurus), libro en el que ha volcado experiencias y reflexiones, fue ver cómo sus tres hijas, de 13, 16 y 19 años, eran incapaces de soportarlo. “Los adolescentes no saben lo que es el silencio, necesitan ruido constante a su alrededor, distracciones permanentes”.
Viven en un carrusel de emociones cargadas de expectativas y frustraciones, todo al instante. “Muchos de los problemas de nuestra sociedad tienen su origen en el ruido”, afirma. “No hay más que ver la industria de las apps: Snapchat, Instagram, Facebook, Twitter… Todo el ruido que generan solo hace que la vida de las personas sea más difícil; hacen que la gente se sienta más sola, más inquieta, más frustrada, que piense que su vida es triste. Y todo ello está basado en esa necesidad de ruido”.
Gran parte de las experiencias de los más jóvenes, hoy en día, están mediadas por la tecnología. Ellos conviven con la referencia sistemática e instantánea de lo que hacen los demás. Estos dos fenómenos preocupan sobremanera al profesor David Harley, psicólogo estudioso del silencio, especializado en la interacción humano-computadora. “Las investigaciones muestran que muchos jóvenes experimentan miedo y ansiedad cuando desconectan de sus redes; cuando, por ejemplo, su teléfono se queda sin batería o no hay wifi”, explica desde Brighton, en cuya Universidad imparte clases.
Harley, que desde hace seis años organiza sesiones silenciosas con los alumnos para que descubran el poder que contiene el silencio, considera que estamos muy necesitados de calma y sigilo. “La prueba es el estado de la salud mental de los jóvenes, que obedece, en gran parte, a las dinámicas que se han generado con la tecnología”, afirma. “Esas dinámicas de competitividad, de productividad son fuente de ansiedad”, apunta. “La tecnología introduce la productividad y la eficiencia en las relaciones sociales”. No solo entre los jóvenes, por cierto.
La posibilidad de conectar con cualquiera, en cualquier momento, en cualquier lugar del mundo, y el hecho de que todo deba producirse al instante ha generado una suerte de compresión de la noción del tiempo. “El silencio”, agrega Harley, “es el antídoto contra esa compresión del tiempo”.
En una longitud de onda similar se sitúa el escritor Pablo D’Ors, autor de Biografía del silencio (Siruela), libro del que se han vendido más de 120.000 ejemplares y en el que reflexiona sobre nuestro “vertiginoso” modo de vida para ofrecer la meditación como herramienta paliativa. “Lo que más ruido genera es el teléfono móvil”, afirma en su silencioso apartamento en el barrio de Tetuán, Madrid. “Es el gran símbolo de nuestra sociedad, la gran ficción de estar conectados, la manera de ocultar nuestra soledad”.
D’Ors, que además de escritor es un sacerdote católico escasamente convencional, declarado admirador de Buda, apunta que el 99% de los mensajes que nos enviamos por WhatsApp no tienen ningún contenido (“son puros inputs de autoafirmación personal, por eso tienen tanto éxito”). Puro ruido. Al que hay que sumar el de las redes sociales, infladas de pretendidos “amigos” —“la amistad no es otra cosa que la intimidad con otro”, dice D’Ors— que, de tanto compartir (¿el qué?), no hacen (hacemos) otra cosa que sumar decibelios a la cacofonía.
Este pensador y teólogo que medita todos los días una hora por la mañana y media hora por la noche estima que nuestro miedo al silencio se refleja en que somos incapaces de estar atentos. “Saltamos de un mensaje a otro, ya no somos capaces de leer dos párrafos seguidos, vivimos en una total dispersión”. Para frenarla, necesitamos silencio, poderoso instrumento que ayuda a frenar el caos en el que, cada vez más, viven nuestros cerebros.
El silencio es capaz de transformarnos, afirman sus defensores. Solo cuando se experimenta su fuerza se da uno cuenta de ello. Sirve para serenar la mente, sí; y también es necesario para ser creativo: las mejores ideas vienen cuando desconectamos, cuando estamos en silencio. Erling Kagge cuenta en su libro el caso de Mark Juncosa, una de las mentes detrás de SpaceX, el megaproyecto aeroespacial del magnate Elon Musk. Juncosa confiesa que, en sus extenuantes jornadas, solo consigue desconectar del ruido del mundo en cuatro contextos: cuando hace ejercicio, surf, en el váter y en la ducha. “Es entonces cuando aparecen las mejores soluciones”.
El editor noruego describe al propio Elon Musk, con el que ha tenido varios encuentros, como un hombre que venera el silencio, que recurre a él a menudo para estimular su mente. Al intrépido visionario le gusta escuchar. Y suele insertar silencios en la conversación. “Antes de hablar, se queda unos segundos pensando”, explica Kagge. “Es cuando ves que su mente está trabajando”. En silencio.
A menudo, las palabras sobran. El pensador francés David Le Breton define el silencio por oposición al ruido y al exceso de palabrería. Y en esto coincide con Ludwig Wittgenstein, que empezó a reflexionar sobre la cuestión como reacción a la cháchara que escuchaba en los salones de la burguesía decadente de la Viena de principios del siglo XX. “De lo que no se puede hablar, hay que callar”, escribió el influyente filósofo austriaco en Tractatus logico-philosophicus, la única obra que publicó en vida.
Ante las agresiones a las que se ve expuesto el ciudadano hiperconectado, el silencio, retratado como incómodo, parece fascinante
Le Breton argumenta en Silencio. Aproximaciones (Sequitur, 2007) que la disolución e inflación mediática ha generado un ruido insoportable frente al que la reivindicación del silencio se convierte en un acto de gallardía, contracultural. Lo defiende como antídoto contra ese vacuo conformismo que se disuelve en el ruido incesante de medios y redes.
Ante la proliferación de agresiones externas a las que el ciudadano hiperconectado se ve expuesto, el silencio, tan a menudo retratado como incómodo, se aparece como un fenómeno dotado de propiedades calmantes, sanadoras, incluso como algo, simplemente, fascinante.
Las sesiones silenciosas que el profesor Harley organiza en la Universidad de Brighton comenzaron como parte de su investigación. Al psicólogo británico, de 50 años, siempre le llamó la atención que no existiera una gran tradición científica en el campo del silencio. La psicología, por lo que parece, valga la boutade, también le tiene miedo a la insonoridad.
Su propuesta inicial consistía en compartir semanalmente, en grupo, 20 minutos de silencio en una sala para, al final, conversar sobre la experiencia. Al cabo de un año, la gente ya solo reclamaba la sesión insonora, se saltaba la charla. Unas 50 personas siguen acudiendo, intermitentemente, a la cita. Unos practican meditación, otros mindfulness —atención consciente—, algunos se tumban en el suelo, otros miran por la ventana… Cuenta Harley que es curioso cómo se difuminan las jerarquías entre colegas cuando se comparte el silencio.
“En el ámbito pragmático, el silencio me permite aterrizar, prestar atención, me otorga una cierta distancia con respecto a los imperativos de la mente”, explica Harley. “Aunque solo sea durante cinco o diez minutos, ayuda a ver las cosas con mayor perspectiva. Y puede resultar muy útil en una jornada de trabajo. A menudo nos vemos arrastrados por esa necesidad de ser productivos y, posiblemente, no somos tan creativos, dedicándonos a perseguir objetivos que no son ni esenciales ni fructíferos”. Perdidos en el ruido.
David Harley señala que esa necesidad de rumor continuo que nos hemos creado no responde a algo genético. No es algo con lo que nacemos, lo hemos aprendido. “Se nos olvida el valor del silencio”.
Erling Kagge defiende que podemos encontrarlo en cualquier momento, en cualquier lugar, y que la cuestión es ser consciente y aprovecharlo cuando aparece delante de nuestras narices. El editor noruego “crea” sus silencios al subir una escalera, al ordenar un armario o concentrándose en la respiración. “La riqueza potencial de ser una isla para nosotros mismos”, escribe, “debemos llevarla siempre dentro”.
Tal vez deberíamos tomar conciencia de la necesidad de silencio para ayudar a construirlo. Es tiempo de dar la callada por respuesta.
Huir del ruido
El ruido, en el sentido más literal de la cuestión, es un problema mucho más grave de lo que pensamos. Así lo considera Julio Díaz, investigador que ha publicado 40 trabajos científicos que demuestran que la contaminación acústica es tan dañina como la atmosférica. “El ruido es un auténtico agresor”, asegura este doctor en Física, jefe del Departamento de Epidemiología de la Escuela Nacional de Sanidad del Instituto de Salud Carlos III. “El que lo sufre siente que lo atacan. Y el organismo tiene que repeler ese ataque”. Según sus estudios, el ruido debilita el sistema inmune. Es un exacerbante de enfermedades como el párkinson, la demencia o la esclerosis múltiple. Incrementa la mortalidad por “causas respiratorias, cardiovasculares y diabetes”. En días en que se producen picos de ruido en la ciudad, señala, se incrementan los partos prematuros.
La necesidad de huir del ruido es un hecho. Algunos apuestan por los retiros. Organizados o unipersonales. Otros, como José Díaz, convierten la experiencia en una aventura. En 2015, decidió retirarse a su cabaña en el parque natural de Redes (Asturias) durante 100 días. En completo aislamiento. Relata su vivencia en el documental 100 días de soledad, que se estrenó el 18 de marzo en cines.
Díaz confiesa que hace tiempo que necesita escapar de su trabajo en el sector de la construcción para descomprimir. Todas las semanas se refugia un par de días en la cabaña, situada cerca del nacimiento del río Nalón. “Al tener más contacto con la naturaleza, soy muy sensible a los ruidos de la ciudad”, comenta en conversación telefónica, “me molestan más que a los demás”.
El silencio se va abriendo paso, poco a poco. En Reino Unido se organizan reuniones de lectura silenciosa, cenas silenciosas, citas silenciosas. Crece la oferta de destinos turísticos que venden el silencio como su mayor tesoro, como un lujo. Porque, de hecho, lo es. Es mucho más difícil de conseguir en una casa al borde de la radial que en una urbanización residencial en las afueras. El silencio, un lujo.
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