El cine baja la voz
El uso del silencio resurge como arma cinematográfica. ¿Responde este mutismo extemporáneo a una irrefrenable nostalgia por películas con más sustancia?
Una tercera parte de la nueva película de Todd Haynes, El museo de las maravillas, estrenada a principios de enero, es totalmente muda y fue rodada en blanco y negro. “Me parece que, a veces, las películas reposan demasiado en los diálogos. Así, pierdes el poder de lo que realmente es el más básico lenguaje cinematográfico, que es el lenguaje visual”, justificó el director hace unos meses. Su relato, protagonizado por una estrella de cine y su hija sordomuda, rendía homenaje a esa era pretérita. Y, a la vez, reivindicaba la validez y la vigencia de sus códigos en un contexto contemporáneo. Por su parte, Christopher Nolan preparó Dunkerque, que se llevó los premios al mejor montaje, sonido y edición de sonido en los últimos Oscar, como si fuera una película silente.
“Hay diálogos, pero intentamos acercarnos a la narración desde un punto de vista visual”, explicó el cineasta británico. La película de Nolan contiene la huella de Murnau, quien renovó el lenguaje del mudo al eliminar los intertítulos de El último (1924). También la de Eisenstein y su “montaje de atracciones”, sucesión abrupta de planos que aspiraba a provocar un choque emocional en el espectador. En diciembre pasado, el canal de YouTube Like Stories of Old tuvo la idea de convertir Dunkerque en un corto mudo de ocho minutos, revelando la genealogía oculta de muchas de sus secuencias.
No son casos aislados, sino los últimos ejemplos de un fenómeno que se ha vuelto habitual. Basta con recordar dos de las películas que se enfrentaron en los Oscar de 2012: Hugo, de Martin Scorsese, y The Artist, de Michel Hazanavicius, homenajes a los primeros del días séptimo arte que no dudaron en resucitar sus reglas visuales. Hasta aquel momento, este mutismo extemporáneo había sido recurrente en la obra de directores de vanguardia o bien inscritos en el más exigente cine de autor. Por ejemplo, el finlandés Aki Kaurismäki (Juha, que sustituía los diálogos por cartelas), el taiwanés Hou Hsiao-Hsien (Tres veces, silente en el último tercio) o el canadiense Guy Maddin en gran parte de su filmografía. “Hay cosas que el cine mudo hace mejor que el hablado. En la precipitación que impulsó a abandonarlo, se descuidó un enorme potencial”, señaló Maddin en 2008. Miguel Gomes se sumó al fenómeno con Tabú, que utilizaba los códigos del cine mudo para trasladar al espectador al pasado colonial portugués.
Los ‘gifs’ de las redes sociales son imágenes animadas y, a menudo, mudas. El 85% de los vídeos de Facebook se ven sin sonido
Dentro del cine español, Pablo Berger representó esta tendencia con Blancanieves. A los 20 años, el director vivió una experiencia que nunca consiguió olvidar: asistir a una proyección de Avaricia, el clásico de Eric von Stroheim, con acompañamiento musical del gran director de orquesta Carl Davis. Durante la proyección experimentó lo que hoy recuerda como “un éxtasis cinematográfico”. Se prometió que, algún día, rodaría una película que hiciera sentir lo mismo a sus espectadores. “El uso del silencio deja más espacio para el espectador y le exige mayor atención. Convierte el resultado en más abstracto. Por eso se logra alcanzar con más facilidad el estado de hipnosis que un director siempre persigue”, recuerda Berger, quien ve en el uso moderno del cine mudo un acto de resistencia. “Hacer cine mudo en el siglo XXI es un acto de terrorismo cinematográfico. Nos recuerda en qué sigue consistiendo hoy ese lenguaje: en contar una historia a partir de las imágenes”.
Para Katherine Groo, profesora en el Lafayette College de Pensilvania y coeditora de la antología teórica New Silent Cinema (Routledge), no se trata de un fenómeno nuevo. Recuerda que estos revivals suelen ser cíclicos. “La era muda fue sepultada con la llegada del cine narrativo, pero después reemergió una y otra vez en el trabajo de las vanguardias y en sucesivas nuevas olas en todo el mundo. Ha sido un lugar de nostalgia y una fuente de materia bruta durante más de un siglo”, afirma.
Esa añoranza fue casi inmediata. Ya en los años treinta, irreductibles como Charlie Chaplin (Luces de la ciudad), Yasujiro Ozu (Un albergue en Tokio) u Orson Welles (Too much Johnson, que se creyó perdida, pero de la que se encontró una copia en 2013) seguían recurriendo al mudo pese a que hubiera entrado en desuso. Fue su manera de rechazar el dogma del supuesto progreso con el que Hollywood vendió la llegada del sonoro.
La novedad, según Groo, es la infiltración de estos códigos “en el cine comercial y narrativo”, lejos del circuito del cine de vanguardia y el videoarte expuesto en los museos. La teórica atribuye este apego renovado por el cine mudo a la creación de archivos digitales y plataformas de vídeo bajo demanda (VOD), que han facilitado el acceso a obras que, hasta no hace tanto, solo se podían ver en las filmotecas. Tampoco se olvida de “los gifs de las redes sociales”, que no dejan de ser imágenes animadas y mudas. Exactamente igual que muchos de los vídeos que pueblan estas plataformas. Según un informe reciente de la agencia BBDO, el 85% de los vídeos de Facebook se visionan sin sonido. Así es como aparecen por defecto en las redes sociales. “Vivimos en una era dorada del vídeo silente”, afirmaba un reciente artículo de The New York Times. Su autora sostenía que esos microformatos virales tienen mucho que ver con el cine de los orígenes: priorizan el espectáculo, alternan imagen y texto, y están protagonizados por bebés y animales, estrellas naturales del cine mudo por su incapacidad de hablar.
El último ejemplo de esta propensión al silencio se encuentra en un lugar tan impropio como el clímax narrativo de la nueva entrega de la saga Star Wars, Los últimos Jedi, una escena de destrucción donde los efectos de sonido brillan por su ausencia. Lo único que el espectador escucha son 10 segundos de silencio total. Durante la pasada Navidad, algunos cines de la cadena estadounidense AMC tuvieron que advertir a sus espectadores que era un gesto meditado y no un problema técnico. El cartel decía: “Tenga en cuenta que Los últimos Jedi contiene una secuencia, aproximadamente a la hora y 52 minutos del metraje, en la que los sonidos se detienen durante 10 segundos. Mientras que las imágenes continúan reproduciéndose en la pantalla, usted no oirá nada. Es una acción intencionada del director como efecto creativo”.
El francés Serge Bromberg, que lleva más de 30 años al frente de Lobster Films, uno de los líderes de la restauración de cine clásico en Europa con más de 3.000 títulos en su catálogo, recuerda que no hay nada nuevo en esta solución formal. “Todos los pianistas de cine mudo saben que el efecto más contundente siempre consiste en dejar de tocar. Cuando una película como Star Wars, bombardeo constante de efectos visuales y sonoros durante dos horas y media, decide superarse a sí misma, no resulta extraño que opte por el silencio”, afirma Bromberg, que lo vincula a una añoranza por un cine con más sustancia que estruendo. “Ante la avalancha de imágenes modernas y efectos tecnológicos, muchos directores empiezan a sentir la necesidad de volver a la raíz”.
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