Reivindicación de Reinaldo de Chatillon, cruzado
Una biografía del malo del filme 'El reino de los cielos' lo presenta como un gran hombre de su tiempo
La imagen que tenemos en general de Reinaldo de Chatillon (c.1125-1187), que tuvo el dudoso honor de ser degollado por el propio Saladino - que lo detestaba-, es la de la estupenda película El reino de los cielos, de Ridley Scott, que era buenísima, sí, pero que en muchos aspectos se pasaba la historia de las cruzadas por el forro y ponía verde al personaje que nos ocupa, describiéndolo, recordarán, como un psicópata asesino, un bandido y un payaso. Lo interpretaba, pasándoselo en grande (nada como hacer un malo malísimo), el actor irlandés Brandan Gleeson, que ya en Troya encarnó a un Menelao que moría durante la guerra por exigencias del guion aunque ello supusiera enmendarle la plana a Homero y cargarse varias tragedias de Eurípides.
En El reino de los cielos, a Reinaldo de Chatillon se le adscribe a los templarios, como si eso le diera aún más lustre siniestro a ser un criminal sediento de sangre y estar chiflado. Reinaldo en realidad nunca fue templario y aunque es verdad que es muy controvertido por sus violentos impulsos, su ardor guerrero, su carácter vengativo y por algunas de sus acciones (se cuenta que le gustaba lanzar a sus víctimas desde las murallas de su castillo, el famoso Kerak en Transjordania, y que expuso desnudo al Patriarca de Antioquía, cubierto de miel para que lo torturaran los tábanos y moscas), la tendencia actual de la historiografía es a mirarlo con ojos más amables o al menos más justos.
Reinaldo es el único cruzado contra el que ha atentado Al Qaeda que envió en 2010, nueve siglos después, un paquete bomba a su nombre que debía estallar en un avión sobre Chicago
Así lo hace el estudioso Jeffrey Lee en un tan documentado como entretenido libro reciente, God’s Wolf, the life of the most notorious of all crusaders Reynald de Chatillon (Atlantic Books, 2017), que reivindica al caballero y lo caracteriza como un hombre de su tiempo -un tiempo duro el siglo XII, cierto- cuyas iniciativas, que nos pueden parecer hoy severas, por decir poco, sirvieron para mantener las posesiones cristianas en Tierra Santa y el Reino Latino de Jerusalén. Es leer el libro y no solo replantearse las cruzadas y El reino de los cielos (ya no nos caerá tan simpático el Balian de Orlando Bloom) sino elevar a Reinaldo al pódium de nuestros héroes medievales favoritos, junto a Godofredo de Bouillon, Chrysagon (el normando de Charlton Heston en El señor de la guerra) o el atormentado templario (él sí) Brian de Bois-Guilbert.
El autor, que recuerda que Reinaldo es el único cruzado contra el que ha atentado Al Qaeda (que envió en 2010 un paquete bomba a su nombre que debía estallar en un avión sobre Chicago), sigue a Reinaldo desde sus orígenes no demasiado ilustres en la Borgoña (en los dominios de la familia se encontraba Chatillon-sur-Loing, que le dio nombre), su comunión con los ideales caballerescos, su adopción del cisne como emblema y su enrolamiento en la Segunda Cruzada. Es una historia bastante romántica. El joven, que demostró coraje y maneras y sin duda tenía buen aspecto, tuvo un golpe de suerte al conseguir la mano de la viuda Constance, princesa de Antioquía, lo que lo catapultó a la élite de los caballeros francos en Oriente y a la larga lo convirtió incluso en King maker.
El tipo luchaba en primera línea, fue capturado en la batalla de Marash y pasó una temporada (17 años) en las mazmorras de Alepo. Volvió con el lógico cabreo y comandó la victoria sobre Saladino en Mont Gisard y se convirtió en insigne paladín. Señor de Transjordania por otro notable braguetazo con otra viuda, Estefanía de Milly, desde su famosísimo e inexpugnable castillo de Kerak (“la fortaleza”) se dedicó a asaltar las caravanas musulmanas y fue una piedra en el zapato (babucha) de Saladino. Lo de que mató a la hermana del sultán al atraparla (como aparece en El reino de los cielos) no está confirmado. Lo que sí hizo es atacar a los peregrinos a la Meca, construyendo una flota, e incluso se dice que tuvo el proyecto de desenterrar a Mahoma y llevárselo, no está claro si por fervor cruzado o para reenterrarlo en sus tieras y cobrar a los peregrinos. La tirria que le cogieron los sarracenos, que le llamaban Arnat, “el príncipe”, es comprensible.
En el lío dinástico tras la muerte del Rey Leproso (Balduino IV), se alineó con el débil y cobardica Guy de Lusignac y su esposa Sibila contra el que Jeffre Lee considera el verdadero villano de la función, el conde Raimundo III de Trípoli. Reinaldo rompía treguas con los musulmanes, cierto, pero, justifica Lee, era una práctica habitual, y lo hacía por razones estratégicas para impedir que Saladino dispusiera de tiempo para preparar sus ejércitos.
La brillante carrera de nuestro hombre acabó de manera abrupta tras la batalla de los Cuernos de Hattin, el 4 de julio de 1187, perdida por la defección de Raimundo y el bueno de Balian y la falta de templarios suficientes (masacrados en una batalla anterior), cuando Saladino lo pilló por fin. Mientras lo tenía prisionero en su tienda, harto de aquel tipo, que además se mantuvo arrogante, lo mató él mismo dándole un golpe salvaje con su espada entre el cuello y el brazo. Luego hizo decapitar al cruzado y su cabeza y su cuerpo se pasearon, separadamente, por las calles de Damasco. Saladino, apunta Jeffrey Lee, tampoco era el fino caballero que muestra El reino de los cielos: hizo despachar a todos los templarios y hospitalarios capturados en la batalla haciéndolos decapitar chapuceramente por los estudiosos de la fe islámica que llevaba en su ejército y que, al no ser soldados, no eran muy duchos en el uso del alfanje.
Reinaldo fue seguramente el más peligroso y resuelto de los caballeros francos, un valiente guerrero cuyo final fue considerado un martirio. Por qué un individuo así, ejemplo de la gran aventura épica de los cruzados y al que admiraba incluso Ricardo Corazón de León (y ahora yo), va a parar como un bufón sanguinario al mejor filme de Hollywood sobre el tema es un misterio. Pero quizá es hora de que rompamos una lanza por Reinaldo de Chatillon.
Babelia
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