Que el fuego sea solo un espejo
Una fiesta tan hondamente arraigada como las Fallas genera una descarga de energía popular, que ha sido siempre controlada y puesta al servicio del pensamiento tradicional
Los valencianos de Valencia se dividen en dos: aquellos a quienes les gustan mucho las Fallas y los que en estas fechas huyen de la ciudad cuanto más lejos mejor para no tenerlas que soportar. Entre la pólvora y la música los monumentos falleros siguen estando sometidos a una estética clásica dentro de un manierismo barroco que ha acabado por devorarse a sí mismo en un callejón sin salida. El virtuosismo del montaje piramidal recargado hasta el paroxismo y la perfección expresionista de los ninots suelen causar asombro en las almas puras y sencillas de la gente, pero año tras año sus argumentos repiten ideas consabidas, interpretadas con el mismo patrón, imágenes gastadas de tenderos barrigudos, plutócratas avaros, políticos corruptos distorsionados, sexos procaces retorcidos y personajes famosos envueltos con los problemas de siempre, las guerras, la carestía de la vida, la contaminación de la atmósfera, la inseguridad ciudadana y algún caso insólito que esté de actualidad, tratados con ironía y sarcasmo aunque todo dentro de un orden sin demasiada malicia.
Una fiesta tan hondamente arraigada genera una formidable descarga de energía popular, que ha sido siempre controlada y puesta al servicio del pensamiento tradicional. Renovar el espíritu fallero, someterlo a una estética moderna, tratar de derivar ese caudal de alegría y vitalidad hacia una ideología de izquierdas ha sido una empresa inútil, aunque se haya intentando algunas veces. Una de ellas sucedió en 1987 cuando el alcalde socialista Ricardo Pérez Casado me encargó que realizara el guion de la falla oficial del Ayuntamiento. En plena movida de los años ochenta por un momento pensé que se podía llevar al límite de la provocación ese tópico del fuego de primavera que todo lo purifica. Imaginé la falla como una réplica de la propia fachada del Ayuntamiento, que ya de por sí es una buena falla, reproducirla a escala y colocar en el balcón, convertidos en ninots, contemplando su propia cremación, a la fallera mayor con su corte, al propio alcalde -mi amigo Ricardo Pérez Casado-, a los concejales, autoridades, políticos llegados de Madrid, embajadores invitados -entre los cuales siempre habría un africano, un japonés y un árabe- y varios guardaespaldas con revólver.
En el instante en que se iniciara el fuego se crearía una simbiosis interesante. La falla comenzaría a arder y el edificio del Ayuntamiento se reflejaría en las llamas como en un espejo. Puede en el ejercicio de la imaginación el simulacro sucediera al revés. ¿No sería el propio Ayuntamiento el que realmente ardía mientras la falla permanecía intacta? Esta ficción era el argumento. Los ninots serían a un tiempo falsos y verdaderos y en la noche de la cremá arderían juntos, unos de verdad y otros de forma imaginaria como espectros al resplandor de las llamas. Le di un título: Que el fuego sea solo un espejo.
Por primera vez una falla dejó de ser estática y se presentó adrede sin terminar. A la derecha se había creado un incendio con un juego de luces. La torre del reloj del Ayuntamiento aparecía inclinada y apoyada en el suelo. La parte trasera del monumento dejaba a la vista toda la estructura de maderas que lo sujetaba y servía de escenario para grupos de animación. Estaba previsto que desde la propia falla se realizara un teatro vivo y continuo sin interrupción día y noche, durante todos los días de la semana fallera. En sus tablas se sucederían mimos y saltimbanquis, tragasables y payasos; se realizarían psicodramas, actuarían grupos de rock fundiéndose los actores con los 75 ninots de trapo diseñados por el famoso dibujante de cómics valenciano-neoyorquino Sento Llobell, vestidos por el modisto Francis Montesinos, y todo el tinglado de 25 metros de altura fabricado y montado por el artista fallero Manolo Martín como un prodigio de ingeniería. La falla estaba asentada directamente en el suelo sin la protección de las vallas para que los espectadores pudieran entrar y salir de ella entre los ninots que simulaban también ser viandantes.
Los problemas empezaron cuando la falla de tamaño colosal tuvo que levantarse en un lugar inadecuado. La estatua de Franco, que estaba encima de los urinarios, acababa de ser retirada de la plaza casi en una guerra de guerrillas. Ese era el sitio ideal, pero sustituir el Caudillo de España por una falla progre se consideraba por la extrema derecha como un escarnio y hubo de plantarla muy cerca de la fachada del propio Ayuntamiento sin ninguna perspectiva y con el peligro de que su incendio fuera de verdad, no simulado. Fue un fracaso envuelto en mucha polémica. El alcalde pretendía encargar la próxima falla del Ayuntamiento a Berlanga, con la participación de intelectuales y artistas de izquierda. Como es lógico la idea no prosperó y la imaginación fallera volvió a su cauce.
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