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El científico de los ojos azules

Jorge Wagensberg fue un hombre callado que en silencio decía las mil palabras

Juan Cruz
Jorge Wagensberg.
Jorge Wagensberg. EL PAÍS

Jorge Wagensberg era el don apacible. Dominaba el escenario con esa mirada azul, limpia, feliz, y se iba a sentar donde pudiera; y donde podía sentarse se instalaba la presidencia de la sala. Tenía una majestad risueña, que empezaba en esos ojos azules y proseguía en la comisura de los labios. Fue un hombre callado que en silencio decía las mil palabras.

Era un científico, no un divulgador científico. La ciencia era el trampolín de su inteligencia, la residencia de todas sus metáforas, a las que llamaba aforismos. Y divulgaba porque en su naturaleza estaba la bondad de la didáctica; nunca lo vi discutir, pues su tarea no era convencer sino conversar para saber. Para saber, por eso lograba enseñar.

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Para conseguir esa identidad afilada y breve de su pensamiento usó el instrumento de aquella mirada, que le dio inteligencia y escepticismo a la vez, duda. La duda le venía de estudiar, de tratar de saber más y de no decirlo todo. Y la mirada le venía de escuchar. Para él hablar no era urgente.

Es curioso que hablara de la conversación como de una asignatura imprescindible para el mundo de hoy, pues él nació, en 1948, cuando la vida parecía un silencio de entreguerras, y vino a desembocar en el guirigay en el que estamos, que nos ha llevado a conversar mirando al móvil.

El azar, que es ciencia pura, vino a juntarnos, después de una entrevista, viendo un partido de fútbol en la casa de su editora, Beatriz de Moura, en la primavera barcelonesa de 2014. Jugaban, como pasa hoy, el Barça y el Atlético de Madrid, y también era un match decisivo. Por razones que al menos yo no le pregunté, él se sentó en paralelo al televisor, como si desde ese asiento improbable estuviera mirándonos a los otros, los espectadores. Con un brazo sobre la mesa del televisor, Wagensberg nos miraba mirar. Así que en realidad nos contemplaba viendo de reojo el partido, que fue fatal para aquel Barça de Martino y también de Messi.

Luego del opaco juego y del insonoro desastre, caminamos por una ciudad sin taxis durante mucho rato, y de nuevo ahí este hombre silente y elegante, que hizo de la lentitud un propósito y un logro, mantuvo en alto la calidad de la conversación. Callándose a veces, hablando lo justo para que las palabras no terminaran en el suelo, entre las basuras del día. Un silencio hecho de la brillantez de su sosiego.

Jorge Luis Borges fue una vez a ver en México a su colega Juan José Arreola, y como éste no cesaba de hablar dijo a los periodistas que en ese diálogo a dos él había podido introducir “unos sabios silencios”. Los silencios de Wagensberg eran parte de su conversación, y no eran ni esquivos ni incómodos: eran simplemente sabios, puestos ahí como ponía en los libros y en los periódicos esos aforismos en los que trató de todo y de la muerte.

El azar, pues, siempre poniéndole memoria a las horribles noticias. Ayer, otra vez en Barcelona, se preparaba el match de esta noche, con iguales identidades en juego. Al mediodía evocamos aquel tiempo, tres años atrás. Y al atardecer, la horrible despedida. Aquella mirada que regalaba duda y afecto ya no está, ya es pasado, recuerdo y lectura. Había en Wagensberg un aire de infinita espera. No me puedo olvidar de la sólida calidad de su sonrisa y de sus ojos azules.

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