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Crítica | Foxtrot
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Bailando con la muerte

Película donde las huellas de autoría amenazan con empañar el sentido, el filme se vive como sucesión de saltos de alto riesgo, que acaba sedimentándose en discurso complejo

Lior Ashkenasi, en el centro, en 'Foxtrot'.
Lior Ashkenasi, en el centro, en 'Foxtrot'.
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El bucle infinito de Israel

Después de que una mujer caiga desplomada tras recibir la noticia de la muerte de su hijo, el lienzo abstracto que cuelga de la pared atrae la atención de la cámara con la fuerza de un agujero negro. Pero el objetivo cambia de dirección y revela la presencia del padre del difunto a la izquierda del plano, paralizado en el pasillo, en esa suerte de limbo que atrapa a quien acaba de recibir un mazazo. Así empieza Foxtrot, segundo largometraje del israelí Samuel Maoz que, en Lebanon (2009), supo destilar el infierno claustrofóbico de sus propios recuerdos traumáticos en el interior de un tanque durante la guerra del Líbano. Aquí, el cineasta propone un relato en tres partes, cuyo gusto por el claroscuro, la ambigüedad y el cuestionamiento de una identidad cultural sitúa en una longitud de onda cercana a la de Policía en Israel (2011) de Nadav Lapid y cuyo tercer acto parece canalizar una poética afín a la del turco Nuri Bilge Ceylan. Película extremadamente formalista, donde las huellas de autoría amenazan con empañar el sentido, Foxtrot se vive como sucesión (imprudente) de saltos de alto riesgo, que acaba sedimentándose en discurso complejo sobre la tenue línea que separa la salvación de la condena, el duelo de un agridulce alivio, la vida de la muerte.

FOXTROT

Dirección: Samuel Maoz.

Intérpretes: Lior Ashkenazi, Sarah Adler, Yonaton Shiray, Shirah Haas.

Género: drama. Israel, 2017.

Duración: 108 minutos.

La cámara de Maoz transmite, en el primer acto, la pesadilla ingrávida de un hogar en duelo, cuyos habitantes no logran hacer pie en la realidad tras la demoledora noticia, entre periódicos recordatorios para hidratarse, los efectos paliativos de los calmantes y el contradictorio pulso entre la necesidad de cuidado y el imperativo de asumir la tragedia en soledad: la toma cenital que sigue al protagonista hasta desvelar el origen de un extraño ruido –los golpes sobre una puerta del perro de la casa- sirve de emblema al logrado juego de atmósfera. El tedio asediado por la constante posibilidad de la muerte en un puesto fronterizo ocupa una segunda parte de la historia que bordea la ensoñación, sin obviar la kafkiana desconexión de sus personajes. Una transición que flirtea con el cine de animación desemboca en un clímax que se desarrolla bajo el peso de una imponente elipsis, hasta desvelar el sólido sustrato humanista de este trabajo que convierte el foxtrot en símbolo de un asfixiante déficit de sentido en un contexto político que atrapa los pasos de sus personajes en un purgatorio inmóvil.

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