Recuerdos del joven antifranquista
José Luis Cancho tenía 22 años cuando cuatro policías de la Brigada Político-Social le arrojaron por la ventana de una comisaría de Valladolid
Contaba 22 años José Luis Cancho cuando cuatro policías de la Brigada Político-Social le arrojaron por la ventana de una comisaría de Valladolid. Fue en la mañana del 18 de enero de 1974. Años más tarde, lo recordaría así en una entrevista: “Me tiraron porque pensaban que me habían matado. Pero lo curioso fue que no solo no me habían matado sino que tampoco me mataron cuando me tiraron”. Pasó una semana inconsciente, seis meses inmovilizado, un año con muletas, dos en prisión. De esta experiencia extrema parte un inusual libro, Los refugios de la memoria, en el que el autor comprime en 85 sorprendentes páginas toda una vida. No es un novelista primerizo, tiene en su haber cuatro novelas, pero yo no he leído ninguna, ni lo conozco a él, y de no haber sido por un bondadoso intermediario, al que tampoco tengo el gusto de conocer personalmente, el poeta Karmelo C. Iribarren, ni tan siquiera habría tenido noticia de este texto autobiográfico. Pero me ha conmocionado y aquí estoy para contarlo. Sorprendentemente, todo cuadra y no es casual que haya sido un poeta quien lo haya puesto en mis manos. Lo breve de estas memorias libres de toda verbosidad concede a algunas frases la categoría de versos y su lectura provoca la emoción de la poesía: “Escribir desde la perspectiva de un muerto, ese es mi propósito. Al menos en una ocasión estuve muerto”.
Cancho comenzó en la lucha política con 16 años. En un caprichoso vagabundeo juvenil por Europa contactó con militantes comunistas y volvió a su ciudad con la idea de arriesgar el pellejo en la lucha anti franquista. Vaya que si lo arriesgó, estuvo varias veces en la cárcel, aunque fueron los dos años que siguieron a la caída al vacío por la ventana cuando acusó el golpe real de la privación de libertad. Su personalidad, a una edad tan temprana, quedó afectada para siempre, y aún hoy el lector sumergido en estas páginas lo percibe, intuye el extraño carácter de un ser que de vuelta de unos años de viaje y aventura en busca de rincones en los que ahuyentar el desasosiego, siente todavía en su interior aquel pasado de pobreza y prisión, como si perviviera un yo que se resistiera a vivir en libertad.
Recién cumplidos los 23 años, pocos días después de la muerte de Franco, el joven José Luis volvió a ser libre, a su barrio, a la universidad y al activismo, aunque por momentos echara de menos la vida monacal de la cárcel en donde no sufría el estrés provocado por la militancia política. Su prosa tan brillante como poco retórica desliza confesiones a cada momento, con una sinceridad que nada tiene que ver con ese exhibicionismo que les exigimos hoy a los libros de memorias. Lejos de la truculencia, ajeno a cualquier intento de parecer un héroe o, aún peor, un antihéroe, la voz de Cancho revela una profunda honestidad. No hay jerga, ni frases hechas, ni tan siquiera clichés ideológicos, lo cual sería comprensible teniendo en cuenta el ambiente en el que se hizo hombre. Lo extraordinario de este pequeño libro es que el escritor narra una vida marcada por la política y el nomadismo pero lo hace con un lenguaje tan personal que parece recién inventado: “Me he acostado con dos chicas menores de edad. Me he acostado con dos hombres. Me acosté con una prostituta en Lima. Una gata me excitó en Hamburgo. Me pregunto cómo sería hacerlo con una mujer inválida. Me atrae la deformidad. A veces prefiero masturbarme. No recuerdo haberme masturbado durante el tiempo que pasé en la cárcel”. En estos tiempos en los que el lenguaje comprometido sigue una planilla es toda una lección de estilo que el joven al que arrojó al vacío la policía franquista cuente su verdad sin acudir al auxilio de los viejos términos políticos. Es como si entonces, cuando era un activista prematuro y temerario, hubiera previsto de manera inconsciente que algún día sería escritor y se hubiera cuidado de mantener un vocabulario íntimo, no contaminado por los términos ortodoxos.
El autor, misterioso y gatuno, nos deja con tantas incógnitas al cerrar el libro que dan ganas de pedirle que siga, que vuelva a transitar aquellos tiempos, que añada páginas a una historia que precisa voces auténticas y poco afectadas como la suya. ¿Qué anhelos movieron a un muchacho de instituto de una pequeña ciudad a ingresar en la vida clandestina? ¿Cuánto aprendió y a cuánto renunció?
Hace tan solo un mes, en las pasadas navidades, los suplementos literarios daban cuenta de las listas de los mejores libros del año. Aun felicitando a los afortunados que aparecieron en todos los rankings debiéramos tener presente que algunos libros valiosos, únicos, pasan sin pena ni gloria. Ya lo dice la Biblia, “a todo el que tiene, más se le dará y tendrá en abundancia”. Así que hay cierto placer en romper esa inercia, en escribir una columna para que a algún lector se le despierte la curiosidad por este título y acuda a por él a su librería. El gusto es mío.
Babelia
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