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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La música vivida

Javier Alfaya fue un ejemplo estupendo de esa comunicación entre todo aquello que amamos porque nos hace ser como somos

El escritor Javier Alfaya.
El escritor Javier Alfaya.CamScanner

No siempre entre nosotros las artes se respetan ni los que las ejercen comprenden que cuanto más permeables mejor. Javier Alfaya, que murió el lunes en Madrid, fue un ejemplo estupendo de esa comunicación que en la cabeza de toda persona culta se produce entre todo aquello que amamos porque nos hace ser como somos. Alfaya vivió del periodismo, de la traducción, de la literatura pero siempre con la música desde una posición que, siendo central respecto a su influencia en el ambiente —recordemos que fue uno de los fundadores de la revista Scherzo—campaba siempre por sus propios respetos, es decir, por lo que tenía que ver con eso que la belleza le dice a la vida porque, en realidad, es esta la que se dirige a aquella a la búsqueda de explicaciones. A Alfaya le interesaban por eso muy especialmente esas músicas que tenían que ver con la historia y que ayudaban a comprender sus consecuencias ya que no a explicar sus causas. Esas músicas tan emocionantes que surgen de la crisis del fin del romanticismo y que conforman lo que llamamos la modernidad pero también las que surgen del exilio o de la cercanía de la muerte, la de aquellos a quienes los nazis llamaron degenerados, la de los que se salvaron en el exilio y la de los que murieron en los campos de exterminio o en el silencio lejano.

El exilio español fue uno de sus motivos esenciales a la hora de hablar de música, como de literatura, la idea de lo que hubiera pasado de no haber ocurrido lo que nos sucedió, una guerra civil en la que la música era en realidad un testigo menor cuando, si todo hubiera sido normal, su papel podría haber sido bien diferente. Lo pensaba con melancolía este Alfaya quien, por cierto, era además autor del libreto de una ópera —La sombra del inquisidor—, que lleva dieciocho años esperando su estreno, con música de su amigo Carlos Cruz de Castro, uno de nuestros mejores compositores vivos y conocedor de primera mano, via Consuelo Carredano, del exilio español.

La generosidad de Alfaya, tan pesimista a la hora de juzgar el presente y a sus gestores políticos, se mostró en la música también con su entusiasmo por los jóvenes intérpretes, por los que le entraban por ese ojo derecho que sabía distinguir la pasión de la búsqueda del oficio, el punto de imaginación sobre la garantía lectora. Desde el principio apostó por nombres como Javier Perianes o el Cuarteto Quiroga, escribiendo sobre ellos y hablando con ellos, acercándose desde lo que él sabía que tomarían no como la lección de un veterano cargado de consejos que nadie ha pedido —jugaba a veces el papel de cascarrabias— sino como el ánimo de alguien que sabía que nuestra obligación es que aquellos que nos siguen sean siempre mejores que nosotros.

La música fue, pues, para Alfaya, una forma de asumir con cierta tranquilidad lo que la literatura le hacía más difícil mientras, al mismo tiempo, le daba la misma respuesta hecha a partes iguales de belleza y razón. En la música encontró probablemente un medio menos hostil, más abierto a recibir los saberes de quien los poseía y a compartirlos sin el riesgo de exclusión que tantas veces los literatos reservan a los que saben más que ellos o a los que no solo saben de literatura. Sea como fuere, músico y escritor, Alfaya cumplió con creces su doble vida.

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