En Miami, capital del reguetón, un poeta recuerda a la vieja Cuba con un programa de radio
Ramón Fernández-Larrea dirige 'Memoria de La Habana', "una rebelión contra el olvido"
Los sábados a las nueve de la noche, cuando en los restaurantes de Miami refulgen sonrisas blancas y ropa nueva, cuando la música empieza a elevar la bulla en los clubes y los pilotos urbanos abrasan asfalto en ruta hacia sus fiestas, la voz de un poeta surge en los diales 670 AM (La Poderosa) y 1550 AM (Cadena azul) para invocar, desde un rincón del exilio, a una Cuba que se va borrando.
"Bienvenidos a bordo de esta nave que viaja a nuestro pasado, a aquella isla donde trabajaron, amaron y sufrieron nuestros padres y abuelos, pero que conquistó al mundo con su música. Siempre lo decimos, para que nunca se nos olvide: para saber lo que somos, tenemos que conocer lo que fuimos".
Es la voz del escritor, locutor y humorista Ramón Fernández-Larrea, nacido en Bayamo (Cuba) el 1 de enero de 1958, 365 días antes de la Revolución. En la Miami que se rinde al reguetón, suena su modesto programa: "hecho con lo mínimo", dice, y que se llama Memoria de La Habana. En él hilvana historias de la vieja Cuba con canciones de glorias de la isla como Beny Moré, Rita Montaner, Celia y la Sonora Matancera, Miguel y su Trío Matamoros, Antonio Machín...
Y canta La Lupe. Triste, exuberante:
Editado con finura por Jaime Almirall Jr., producido por Miguel Grillo, Memoria de La Habana es una rareza radial que se resiste a la extinción. "Una rebelión contra el olvido", repite cada programa Fernández-Larrea, que desgrana ese sentimiento en el balcón de su piso de North Miami Beach, a 45 minutos de avión de la isla que dejó en 1994, a la que regresó una sola vez, en 2009, y a donde cree que "para el tiempo que me queda en el convento", no regresará a vivir. "Yo prefiero quedarme con la Cuba que me he construido, de la que he ido averiguando, que he ido salvando. Yo vivo en esa Cuba, que no era perfecta, que tenía muchas cosas malas, pero en la que nuestros abuelos vivían y de la que no se iban; en la que nuestros abuelos trabajaron y criaron a sus hijos con una decencia del carajo, ganasen más, ganasen menos; en la que había ahí algo, una magia, un cocinao, que te ayuda a explicar por qué la literatura de Lezama Lima o de Eliseo Diego, o por qué Capablanca". Menciona a José Raúl Capablanca (1888-1942), el apodado Mozart del ajedrez, cuyas últimas palabras antes de caer fulminado en el Manhattan Chase Club de Nueva York, según ha escrito Leontxo García, cronista de ajedrez de EL PAÍS, fueron: "Por favor, ayúdenme a quitarme el abrigo. Tengo una jaqueca insoportable".
Fernández-Larrea, de antepasados alaveses, autor de Poemas para ponerse en la cabeza (1986), Terneros que nunca mueran de rodillas (1997) o Todos los cielos del cielo (2015), y quien elaboró la banda sonora de la película Guantanamera (1995), inició Memoria de La Habana en Barcelona, segunda parada de su exilio después de las Islas Canarias. En la capital mediterránea conoció a Alejandra Fierro, una española que ya por entonces contaba con una de las mejores colecciones de vinilo de música latina y que le brindó un espacio en su emisora Radio Gladys Palmera. Él recuerda: "Cuando yo vi lo que esa mujer tenía dije: '¡Uf, aquí hay más música cubana que en Radio Progreso!', y me puse a escuchar canciones de mi país que nunca había oído. Y esas canciones me llevaban a investigar qué había pasado en cada momento. Yo empecé a conocer Cuba en Barcelona".
Asegura que cuando él empezaba en la radio en Cuba trabajó en una emisora de música donde vio "que habían rayado los vinilos de Celia Cruz para que no los pusieran".
Tras llegar a Miami en 2005 para trabajar de guionista con el cómico Alexis Valdés, Fernández-Larrea reanudó de nuevo, hace dos años, su rincón de nostalgia radiofónica, y hoy Memoria de La Habana lleva 119 capítulos, la mayoría subidos a una página de Internet de acceso gratuito. Aunque resulte difícil mantener a flote un programa cultural de nicho y la búsqueda de patrocinios sea para él un quebradero de cabeza, su artífice, un enamorado de Cuba y de la radio, anhela llegar a los 300 programas. "Para mí, contar cómo era Cuba, saber cómo era y cómo pueda llegar a ser un día que yo por supuesto no veré, es como una vocación religiosa. Mirar al pasado nos enseña que no tenemos que sentirnos los más miserables ni ser los más lastimeros", reflexiona, "sino estar orgullosos de dónde venimos, de esa mezcla de unas gentes que atraparon en África contra su voluntad y que llegaron encadenadas en un barco, con otras gentes que venían desamparadas de una aldeíta de Galicia o de Asturias".
Fernández-Larrea, de pelo ceniza y coleta rockera, tuvo un programa en Cuba entre 1988 y 1991 que se llamó El programa de Ramón y cosechó el Premio Nacional de Radio Joven. "La ciudad se paralizaba para escucharlo", recuerda, porque la gente, dice, estaba necesitada "de humor y de rock". Afirma que las trabas de la censura al programa fueron creciendo hasta que fue suprimido, y rememora una anécdota que habla de la fama que tuvo: "Unos policías nos pararon a un amigo y a mí saliendo del Hotel Nacional por sospechas de que nos hubiéramos reunido con extranjeros. Pero uno de ellos me reconoció y le dijo al otro: "Oye, creo que hemos metido la pata. Este es Ramón. Mañana se van a burlar de nosotros en la radio y en la unidad se van a cagar de la risa".
Memoria de La Habana es una cesta de relatos variopintos. El programa 23 estuvo dedicado, por ejemplo, a la visita de Al Capone a la capital cubana, donde se paró ante una joyería, "echó un vistazo a las joyas que se exhibían en las vidrieras y, sin preguntar precio, pidió tres relojes Patek Philippe. Los examinó uno por uno, dio su conformidad y sacó un rollo de billetes de un bolsillo interior de la chaqueta para pagar 6.000 dólares de la época". El programa 25, al Caballero de París, llegado de niño desde la montaña gallega y que acabó recorriendo La Habana como "un personaje delirante", llegando a declararse Papa, Monarca y Caballero Andante; una estatua de bronce lo recuerda, con su capa y su espíritu bohemio, en la plaza de San Francisco, en La Habana Vieja. O el programa 70, dedicado a Nitza Villapol, presentadora durante décadas del programa Cocina al minuto, que, contó Fernández-Larrea en su emisión, "hizo según los críticos un aporte decisivo al estudio de la culinaria cuando concluyó que la cocina comienza a ser cubana cuando los garbanzos se suprimen del ajiaco. Hasta entonces, ese sopón que se nutre de muy variadas carnes secas y frescas no había sido nada más que el encuentro del cocido español con las viandas de la isla", a lo que el poeta añadió el comentario: "La degustación del arroz en las dos comidas diarias, la presencia de un guiso que moje ese arroz, el gusto por lo frito y la preferencia por lo dulce, son constantes en el paladar criollo".
Y en la noche de Miami, cuando suena Memoria de La Habana, siempre se oye la voz tierna de Bola de nieve.
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