En Cali ya no (solo) se baila salsa
La III Bienal Internacional de Danza de la ciudad colombiana se consolida como un referente en la región
Una frase se repite cuando se pisa Cali por primera vez: “Aquí todos bailamos bien”. Por esta razón, ostenta el título oficioso de capital de la salsa. “Somos bailarines, los danzantes son los artistas”, matiza Beatriz Barros, gerente de la III Bienal de Danza Internacional de esta ciudad en el suroeste de Colombia. Del 31 de octubre al 6 de noviembre, los teatros y las calles abandonan el ritmo caótico de los atascos y siguen las coreografías de 26 compañías colombianas y ocho extranjeras. Un evento único en la región que ya mira de frente a otros referentes, los festivales de danza de Argentina y Brasil.
La tercera edición surca el Pacífico para honrar su lema “Otros mundos, otras danzas”. Juan Pablo López, director artístico de la Bienal, viajó por Asia para convencer a varias compañías de China, Japón y Corea del Sur. Por primera vez, una agrupación coreana y otra japonesa pisan territorio colombiano. Los nipones Sankai Juku nunca han llevado su espectáculo a una ciudad que no fuera capital. Para conseguir que trajeran Tobari, un espectáculo de danza Butoh, originaria de los años cincuenta (la respuesta artística a los bombardeos Hiroshima y Nagasaki), les mostraron por qué Cali es la capital de la salsa.
La ciudad tiene 127 de escuelas dedicadas a esta disciplina de baile. Más de la mitad son grandes instituciones de las que han salido campeones mundiales. El resto, las pequeñas, brotan en locales, salones de casas, cualquier espacio en el que un profesor autodidacta pueda reunir a cuatro o cinco alumnos por unos pocos pesos.
Estos lugares más precarios, en los que los maestros han aprendido del arte de la repetición, son los que mantienen la tradición en los barrios populares de Cali. Los jóvenes caleños bailan en vez de seguir engrosando la lista de asesinatos de una ciudad que dejó un reguero de casi 26.000 muertos entre 2001 y 2015, según una investigación del diario colombiano El País.
Cali cuenta, además, con seis escuelas de danza clásica y un emblema en esta categoría, Incolballet, una de las compañías que sigue adelante ante la adversidad económica que sufren las formaciones en Colombia, gracias a una beca concedida por la Bienal. En el Oriente de la ciudad, donde conviven los estratos más bajos y pobres, el hip hop y el break dance están emergiendo para terminar de redibujar y diversificar a la capital de la salsa.
“No somos partidarios de la cultura de la gratuidad que tanto daño ha hecho a las manifestaciones artísticas en Colombia”, asegura Mariana Garcés, caleña y ministra de Cultura. Pero tampoco olvidan al público más humilde. Un 30% de la boletería se reparte entre alumnos y profesores de las escuelas del país. El 70% restante tiene un coste de entre 5.000 (1,5 dólares), la entrada más barata, hasta 90.000 pesos (algo más de 29 dólares).
La herencia negra también baila
“Somos una ventana para mostrar que está sucediendo con la danza en el mundo y en Colombia, y también buscamos formar al público y fortalecer la investigación y la creación artística”, explica Barros. Cimarrones de Mahates y Atabaques, dos grupos de la región Caribe, otro de los semilleros del baile en Colombia, han mostrado la herencia de los negros que llegaban esclavizados al puerto de Cartagena de Indias, pero también la han explicado.
El coraje de los Cimarrones al librarse de sus amos españoles durante 300 años de batalla se ha convertido en una danza guerrera. Pintados de negro con una mezcla de agua, panela y el resultado de quemar ruedas de coche, sobre su piel negra. Vestidos con unos pantalones pesqueros, los que usaban para trabajar. Y con sombreros de papel maché de la bandera de Colombia. Gritaban, gesticulaban, se desencajaban de forma desenfrenada en movimientos que recuerdan a la cumbia, la champeta y el mapalé, los ritmos del Caribe.
“Los negros se ejercitaban con estos movimientos para estar preparados para el combate contra los españoles”, explica Francisco Sarabia, miembro de Cimarrones de Mahates. En este pueblo pesquero, en el interior caribeño, Sarabia, Álvaro Beltrán y el sabio Eugenio Ospino, de 73 años, se han empeñado desde 2010 en explicar su origen a través del baile, la literatura, la música, el teatro y las artes plásticas en la escuela Son de Negro.
Su sabiduría la versiona Atabaques, una compañía que ha ido adaptando estos ritmos al paso de los años hasta, incluso, incluir a las mujeres, vedadas de esta tradición porque, en palabras de estos maestros, “solo representaban el 5% de los esclavos que llegaban a Colombia”.
La Bienal de Cali se ha convertido en una de las mejores maneras de circulación de cientos de escuelas colombianas ahogadas en las deudas. Es en estos escaparates donde se encuentran con el público y desde donde le reclaman a las administraciones locales, regionales y estatales la importancia de su tarea para la promoción de Colombia.
Los Cimarrones de Mahates recuerdan una cumbre africana en la que líderes de distintos países de ese continente les pidieron que fueran a sus países. “Descubrieron que compartíamos la misma cultura y nos contaron que allá se estaba olvidando”, dice Sarabia. No pudieron viajar, no tenían recursos. “Por lo menos, si se pierde en África, que se conserve en América”, se consuelan.
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