Chau, flaco
Nos hemos quedado más solos y a partir de ahora nos toca bregar con tu ausencia
La lista de amigos perdidos empieza a ser tan extensa como insoportable, de modo que hace un tiempo decidí no escribir más obituarios de gentes queridas. No solo porque hacerlo no me produce ninguna liberación, sino también porque cuando llega el final, por cercano y previsible que se anuncie, necesito un tiempo para nosotros. Para él y para mí. Pero los muertos son noticia y como a tales se les mira con ojos urgentes.
Vamos, vamos... antes de que se enfríe.
1972. Montevideo. Allí nos conocimos. Tú estabas en la cárcel, yo lo supe y desde el escenario del Teatro Solís me puse a cantarte con la esperanza de que mi voz llegase a tu calabozo: “Yo no soy de por aquí/ Es otro pago mi pago...”.
Conocía la canción. Era una habitual de mis serenatas nocturnas a la luna y quise dedicársela al colega, entre la desaprobación escandalizada de parte del público local —entre el que estaba Nati Mistral— porque ya se sabe que los artistas no han de meterse en asuntos de política.
Ese fue el banderín de enganche de nuestra amistad.
Y también Anike y Trilce.
“Tan chiquí-, tan chiquita que es la Tierra/ si la mi-, si la miran desde el Sol./ Tan chiquí-, tan chiquita que es la infancia,/ cuando vi-, cuando vino se escapó.”
Recién habías salido a la calle
¿Te acuerdas de aquellas elecciones que devolvieron a Perón a la Casa Rosada que seguimos hasta el amanecer chupando y mateando. ¿Dónde fue...? ¿En Buenos Aires o en Montevideo, en aquella casa cercana a la embajada americana...?
Fue apenas días antes de que tuvieses que salir al exilio:
“Bordaberry, métete el Uruguay en el culo”, rezaba una pancarta que algunos valientes colgaron en la amura de babor del ferri a Buenos Aires, con evidente riesgo de su integridad.
“El último, que apague la luz...” decía otra, y cada día era más duro y cada noche más oscura en aquel Montevideo que iba a tardar hasta 1980 para que un plebiscito que el pueblo le ganó a eso que llamaron la junta cívico-militar devolviera al exilio y las cárceles empezaran a abrirse.
Pero pasaron 12 años de exilio.
Primero Argentina y luego Paris. —¿Era rue General Leclerc...? Doce años en aquella ciudad de luces menguadas para los que madrugan y trasnochan en la banlieu, caminando a donde les lleven sus zapatos.
De vez en cuando tus idas y venidas a España, donde me hablabas del Penal de Libertad y de Aníbal Sampayo pudriéndose entre sus muros.
Y México. Siempre México acogiendo a los perseguidos con su chingada generosidad.
Y Cuba y los compañeros y el mundo que a pesar de todo existe y acompaña.
Y al fin 1984. El año de los regresos y la vuelta a Montevideo y la casa cerquita del Parque Rodó.
“Oiga, Benedetti, soy músico y me gustan mucho sus poemas.
—Tenemos que hacer algo con esta casualidad”, te contestó.
Fue entonces cuando te pusiste la gorra para siempre y te dejaste crecer los dientes.
A las 5 quedamos en tu hotel. Vale. Y aparecías con tus aviesas intenciones y un magnetofón. “Han llegado los dos. Viglietti y Tímpano”.
—Pero no puedes venir solo. Por una vez solo y olvidarte una puta vez el magnetofón en casa”.
Y te soltabas una la risa franca que te achicaba los ojos y agitabas la cabeza como un ratón pícaro.
Y luego llego Párpado, que era como Tímpano pero con imágenes, y si te hubiese dado tiempo la vida habrías seguido con Péndulo o Sándalo para acabar con Báculo.
Empezaste desalambrando —y así has seguido toda la vida, sencillo y generoso amigo— y acabaste con Trabajo de hormiga.
Suena a círculo cerrado.
Morirse es grave, efectivamente, pero a fin de cuentas somos los vivos los que cargamos con lo que ha ocurrido. Nos hemos quedado más solos —ahora recuerdo a Lourdes, tu compañera, aquellos días de México— y a partir de ahora nos toca bregar con tu ausencia.
Chau, flaco.
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