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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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De la mano de Feste

El perfume, la atmósfera, los colores son los que vuelven de una función teatral

Marcos Ordóñez

Feste, el bufón de Noche de reyes, oscuro y sacudido por relámpagos de rara chanza, es una criatura idónea para los tiempos que corren. Su himno, jocoso y melancólico (o lúcido, a secas) oscila entre la alarma y la sorpresa, entre el eh y el oh. “Ría de hoy la alegría, que el mañana no es seguro”, canta este dios menor, viejo como el tiempo, al que Bergman imaginaba sosteniendo una vela en la cabeza, luchando contra el viento y la lluvia que no paran de golpear, desde los comienzos del mundo.

En Girona volví a encontrarme con Igor Yasulovich, el Feste de la compañía rusa de Declan Donnellan. De camino a Temporada Alta caí en la cuenta de que ya le conocía, a él y a sus hermanos, como un sueño que se olvida y vuelve con fulgor inesperado. Lo había olvidado, como olvidé otras cosas de aquel maldito mes de julio de 2008, cuando estuve “seriamente embromado de salud”, como diría Piglia, y necesitaba los sueños para apartar las malas noticias de la realidad.

Había visto el espectáculo entonces, en el María Guerrero, tan parecido al Municipal de Girona y viceversa: lugares espejeantes, con su aroma antiguo (Je Reviens) y su terciopelo escarlata. Ambos tienen algo de espacio onírico, no en vano Pasqual levantó en ellos el teatro bajo la arena celeste de Lorca, entre pista de circo y kafkiano teatro de Oklahoma. La otra noche pensé en los telones en rojo, blanco, oro y azul de El público al ver de nuevo las telas verticales de Nick Ormerod, primero sombrías y luego color vainilla, a juego con los trajes de lino y sombreros de paja de un verano imposible, el verano en que soñé y al que quise escapar.

¿Qué vuelve de una función, qué vuelve de un sueño? El perfume. La atmósfera. Los colores, las gradaciones de la luz. Una o dos escenas, no siempre las que parecían oficialmente memorables. Y, con suerte, sus habitantes: depende de la sangre. Hubo suerte y hubo sangre: habían pasado casi diez años y allí seguían Igor y sus hermanos.

Recordaba con nitidez la caja blanca, la luz famélica sobre la noche de borrachera de Feste, sir Toby y sir Andrew, y la intensa ambigüedad de la condesa Olivia de Alexei Dadonov, tan cercana a la Rosalinda de Adrian Lester, y sobre todo la escena de Feste cantando ante el duque Orsino y sus húsares casi chejovianos, una canción tristísima pero en clave de bossa. Feste fumaba un cigarrillo con gran elegancia, y tocaba el ukelele, y ahí volvió a detenerse el tiempo (o a cerrarse en bucle), porque Igor Yasulovich me recordó de nuevo a Archie Rice, el viejo entertainer de Osborne, y a René Meinthe, “la reina de los belgas” de Villa Triste, de Modiano. Y en ese momento sonreí, porque creí recibir el mensaje de Feste, y le envié este otro: “Sí, estamos vivos, hermano. Brindemos. Y sigamos cantando nuestra canción mientras tratamos de sostener la vela”.

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