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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un acto de fe

Recuerdo la noche de diciembre de 2013 cuando vi 'La llamada' en el Teatro Lara

Macarena García, en un fotograma de 'La llamada'.
Macarena García, en un fotograma de 'La llamada'.
Marcos Ordóñez

En Broadway (y en Hollywood) se utiliza el término sleeper para designar el éxito que brota de la noche a la mañana y sorprende a la propia empresa. Lógicamente, es uno de los bienes más anhelados por la comunidad del espectáculo. La llamada ha sido (si no el que más) uno de los mayores sleepers del teatro español de los últimos años. Recuerdo la noche de diciembre de 2013 (un sábado, a las once y media de la noche) cuando vi La llamada en el Lara. Había corrido la voz de que algo inusual estaba sucediendo y la cola desbordaba el vestíbulo y la calle. La señal del éxito era obvia, inequívoca. Pero había otra: a juzgar por sus risas anticipadas y por el modo en que coreaban las canciones, saltaba a la vista y al oído que buena parte del público estaba repitiendo. Por tercera, cuarta o quinta vez. Un ritual, como en The Rocky Horror Show. La función se había estrenado en mayo, en el hall del Lara y, me contaron, sus admiradores se habían multiplicado de tal modo que La llamada se representaba ahora en el escenario principal. Apunté, jugando a cronista neoyorquino: “Off Broadway con proa hacia Broadway”. No hay nada tan excitante como asistir a un éxito palpando en el aire que va a crecer y crecer. Era evidente, pero había que intentar responder a sus razones. ¿Por qué gusta tanto y, sobre todo, al público joven? Me aventuré: “Porque es un musical cristiano sin gazmoñerías ni sermones. Sus tres claves: entusiasmo, energía, alegría a chorros. Hay que tener mucha alegría de corazón para levantar un proyecto así. Otra clave: es un triunfo del equipo en estos tiempos tan difíciles”. Y pasaba a detallar los nombres, encabezados, claro está, por Javier Calvo y Javier Ambrossi, “dos jóvenes autores que escriben y dirigen”. Añadí más tarde en mi cuaderno de notas: “La historia es sencilla y atrapa por la fuerza y gracia de las situaciones, por los diálogos naturalísimos y porque todos parecen creer intensamente en lo que hacen”. En otras palabras: un acto de fe, un acto de fe teatral y musical.

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Me alegré muchísimo por ver a Richard Collins-Moore, al que había descubierto bastantes años antes, en Barcelona, primus inter pares en el trío cómico Los Los, en el papelazo de su vida: Dios, mismamente. Vestido como Elvis en Las Vegas y cantando el mejor repertorio de Whitney Huston. No pude ver a mi adorada Llum Barrera, que había triunfado en el rol de la madre Bernarda, pero aplaudí igualmente a Gracia Olayo, que bordaba el papel. También se salía la andaluza Belén Cuesta en el rol de la hermana Milagros (“un cruce”, escribí, “entre María Barranco y Marta Fernández-Muro”). Y, claro está, las protagonistas: Macarena García, que se reveló en Blancanieves, de Pablo Berger, llevándose el Goya a la mejor actriz revelación, y Andrea Ros, a la que luego vi por partida doble en el Lliure, primero dirigida por Miguel del Arco en Un enemigo del pueblo y luego por Lluis Pasqual en El rey Lear. De aquella noche de invierno en el Lara hace cuatro años. Cuatro años a teatro lleno. 300.000 espectadores. Con megagira por España y versión mexicana. El equipo se lo merece. Y si la película ha logrado plasmar el encanto, la alegría y la sinceridad de la función, por descontado que también se merece el éxito.

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